Un cruce de calles en Brooklyn, en Nueva York, por donde muchos pasan pero pocos se detienen, es un lugar cualquiera. Pero justamente por eso es tan propicio como un jardín bello, una plaza monumental o un barrio de más prestigio para fijarse en que los cielos y la luz nunca son exactamente los mismos y en que quienes caminan por allí a veces tienen prisa, y otras, están preocupados o alegres. Hay días festivos en que casi todos prefieren escapar y otros de tráfico intenso; es posible encontrar allí la vida con casi todos sus matices y no es necesario ejercer ningún oficio más o menos intelectual, ni haber desarrollado vocación artística, para percibir que esas aceras son tan válidas como otras para observarla, para detectar un trozo de mundo tan potencialmente universal como otro.
Así lo advierte Auggie Wren, el estanquero que Harvey Keitel interpreta en Smoke de Wayne Wang, película de 1995 que acaba de rescatar Filmin y que cuenta con la codirección y el guion de Paul Auster, como puede adivinarse muy pronto. El personaje de Auggie, aparentemente rudo y, también lo comprobaremos enseguida, generoso y sensible, no es su protagonista, pero sí la figura más conmovedora de su reparto: lleva décadas fotografiando su esquina porque en cada una de sus imágenes, que fecha, encuentra un fragmento de universo; también sabe con quién compartir esa inquietud y con quién no y, tras alguna vacilación que parece más disimulo que duda, termina concediendo un dinero que necesita a una antigua amante para tratar de salvar de las drogas a su hija, que solo quizá sea la suya también. Ese tipo de barrio con ropa descuidada, que lo es, encarna aquí una suerte de santo de hoy, tan bondadoso como falto de discurso moral y, además, dueño de un talento peculiar, no solo observando sino a la hora de narrar: el relato final de su intento de devolver una cartera a un joven ladrón, que terminó en cena navideña con la abuela ciega del chico, es de los más subyugantes que hemos podido escuchar en una pantalla.
Auggie podría sustentar cualquier filme por sí solo, pero en Smoke se hace más grande por la riqueza de sus interacciones con algunos vecinos. Paul Benjamin es un escritor de cierto éxito, claro alter ego de Auster, que acude a comprarle tabaco; vive solo tras perder trágicamente a su esposa y no parece buscar compañía más allá de alguna conversación, parca pero reveladora, con Wren. La ceniza une.
Un día, a la salida del estanco, en una de esas llamadas de atención de Auster sobre el peso de la casualidad, un muchacho negro lo salva de ser atropellado y Benjamin le ofrece, a modo de agradecimiento, una limonada y pernoctar algunas noches en su casa si lo necesita. Un hablar por hablar, por compromiso y con la esperanza de que no acepte, para que su intimidad y su tiempo de escritura no se vean invadidos.
El chico, de nombre resbaladizo porque anda metido en líos, noble y rebelde, se resiste pero acaba necesitando su ayuda, su techo. Y aquel será el comienzo de una estrecha amistad, de un cruce de ellas más bien, en el que cada uno de estos hombres acabará comportándose de manera tan imprevisible, atendiendo a sus vidas pasadas, como bien intencionada y, paradójicamente, creíble. El atropello frustrado, esta vez un suceso afortunado y no sangriento, unió varias existencias antes independientes y con firmes probabilidades de no llegar a enlazarse de no mediar el azar, el destino, algún dios… En todo caso, la pluma de Auster, experto en hacernos pensar que todo pudo haber sido diferente y que todo podrá serlo en adelante, aunque no siempre o casi nunca dependa de nosotros.
Los juegos con lo fortuito en el cine suelen ofrecernos, además del encanto de lo inesperado o el de la melancolía por lo perdido, una esperanza. Y esta vez nos llega excelentemente relatada, sin apenas movernos de una esquina cualquiera.