Tras el asesinato frío de un marido en pos del beneficio económico de un hijo en Elena y la corrupción política que deja a un individuo indefenso en la miseria en Leviatán, no esperábamos del ruso Andréi Zviáguintsev otra cosa que contundencia, oscuridad y poca piedad hacia sus personajes. Y ese sello personal se mantiene en Sin amor, cuyo protagonista, ausente en la mayor parte del filme, es Aliosha, hijo solo nominal de un matrimonio (Boris y Zhenia), tan deshecho como el de Elena, en el que, a diferencia de aquel, no ha llegado la muerte pero sí la violencia verbal.
La pareja, acomodada en una vida basada en el trabajo y la apariencia, en el ego, se unió sin amor y sin amor se ha ido al traste con el inconveniente de que ninguno de los dos ha desarrollado emociones lo suficientemente profundas hacia el adolescente –tímido y solitario, dadas las circunstancias– como para querer conservar su custodia. Y no solo eso, sino que tampoco mantienen las necesarias precauciones para que sus reproches groseros y, sobre todo, su indiferencia hacia Aliosha, no lleguen a sus oídos. Al niño apenas llegamos a conocerlo, porque ante el dolor acumulado y el abandono al que es sometido (un abandono contemporáneo: no material, sino emocional y temporal) no tiene otra opción que desaparecer.
A su búsqueda dedica Zviáguintsev la película, y ese rastreo le sirve para profundizar en la personalidad del matrimonio y en su actitud, no solo ante la familia, también ante todo lo que ocurre más allá de sus ombligos. Al presentarnos a la madre de ella, impávida ante la desaparición y materialista, descubrimos el origen del egoísmo y la frialdad de Zhenia, y en el trabajo de Boris se nos desvela la mayor preocupación que causa en él su divorcio: las implicaciones sociales y laborales de esa separación en una sociedad hipócrita que no contempla la opción de la soltería. Ambos han encontrado, además, nuevas parejas, y con ellas repiten los mismos patrones, mantienen las mismas costumbres: incomunicación, individualismo, nula atención al entorno. En sus secuencias urbanas, en los transportes, en los restaurantes, Zviáguintsev hace, además, hincapié en que sus conductas no son atípicas hoy: aunque no se regodee en el análisis, no caiga, desde luego, en las moralejas y solo haga disparos certeros, sí que apunta a que la superficialidad con que tendemos a (in)comunicarnos, la dependencia babosa hacia el móvil o la continua preocupación por el qué dirán en ambos no son excepción sino plaga, y a que tienen consecuencias y víctimas.
No hay compasión ni hacia la pareja ni hacia su modus vivendi y el comportamiento de Boris con el hijo nacido de su segundo matrimonio no da lugar a la esperanza; solo una mirada perdida de Zhenia, a punto de acabar el filme, hace pensar que quizá recuerda y que puede que cuestione su pasado. O quizá no y lo único que quede de Aliosha es la cinta que ató a una rama. En la radiografía familiar sin clemencia hay ecos claros de Bergman; en los paisajes gélidos expuestos con largos travellings es posible recordar a Tarkovski.
Trama poderosa, rigurosa y atrevida al margen, si por algo destaca Sin amor es por su fotografía de paisajes fríos, a tono con la atmósfera de la película y la desesperanza en la búsqueda de Aliosha. La naturaleza habla desde el inicio, cuando el niño se detiene ante un árbol de raíces podridas.