No penséis que Al Pacino nos ha enseñado ya todos sus perfiles: poquito después de interpretar con brillantez a un actor al final de su carrera en La sombra del actor, este 14 de agosto vuelve a las salas con Señor Manglehorn, un personaje que tiene algo que ver con el del filme anterior –señor maduro que hace balance, siente que el pasado pesa demasiado y trata de encauzar su camino- aunque en esta ocasión se despida de nosotros con mayor optimismo.
El Al Pacino cerrajero de Señor Manglehorn se ha distanciado de su hijo (un empresario difícil de soportar que tampoco pone mucho de su parte), no mantiene amistades satisfactorias y permanece anclado hasta la obsesión al recuerdo paralizante de un antiguo amor (Clara) que él mismo dejó escapar. A ella no llegamos a conocerla, pero su presencia se hace presente prácticamente a lo largo de toda la película, rociada de evocaciones llenas de poesía a la amante hasta la fase de catarsis final que debe conducir al protagonista a la superación de aquella historia.
A quien sí conocemos es a la gata del señor Manglehorn, la destinataria de la mayoría de las atenciones que él dedica a un ser vivo, a alguna de sus amistades poco recomendables y a la cándida y bondadosa cajera de banco (Holly Hunter, ella también conmueve) que trata de entablar relación con un hombre que no parece tener intereses ni aficiones.
Una primera parte de la película (dirigida por David Gordon Green) nos presenta a un Manglehorn sumido en su nostalgia, apático y completamente solo; una segunda nos va mostrando, sólo a grandes rasgos, su pasado inesperado y su humanidad, un buen fondo que él deja entrever con la honestidad del que no siente que tenga nada que demostrar.
Se advierte que Al Pacino ha hecho suyo al personaje hasta crearlo prácticamente a su manera, con una naturalidad y una ausencia de artificio difíciles de encontrar. Otra demostración de estilo sin una mueca de más en una película que apunta a sentimientos y situaciones que a cualquiera pueden escocer o escocerán.