A principios de este año (se estrenaba justo el 1 de enero) podíamos ver en cines La luz que imaginamos, un filme de ritmos, silencios y luces muy medidos a cargo de una joven directora india, Payal Kapadia, que nos mostraba cómo tres mujeres de Bombay, de personalidades muy distintas entre sí pero sin grandes agujeros negros en su psicología, trataban de hacer frente a las dificultades cotidianas que entrañaba su vida en independencia de los hombres (por viudedad, por abandono, por deseo de mantener relaciones por elección). La trama era sencilla, y Kapadia no buscaba encontrar recursos que epataran al espectador más allá de esas vidas que, no por parecer corrientes, dejaban de tener ingredientes heroicos.
Secretos de un crimen (en origen, Santosh), la primera ficción tras alcanzar reconocimiento con trabajos documentales de Sandhya Suri, cineasta británica de origen indio, también tiene como protagonistas a dos mujeres de ese país envueltas en circunstancias que las ponen a prueba, no tanto en el cumplimiento de sus propios deseos o aspiraciones sino ante la imposibilidad de desarrollar su profesión, la de policías, de manera justa. En el camino, apunta Suri a un buen número de males presentes en sociedades con un pie en usos y costumbres violentos (ojalá arcaicos) y otro en una igualdad (quizás contemporánea) por interiorizar.
Ellas son Santosh y Sharma. La primera obtiene su empleo tras el asesinato de su marido, también policía, e intenta llevar a cabo sus cometidos de la mejor forma posible pese a muchas limitaciones; la segunda es su superior, y ha asumido ya que no es su rol castigar al culpable y librar de pena al inocente, sino ofrecer a la sociedad alguien en quien descargar sus iras. En un principio guía a su joven compañera, pero el suyo es un apoyo condicionado al seguimiento. El terreno en que se mueven es el del barro en todos los estamentos: unas fuerzas de seguridad esclerotizadas que no pretenden cumplir su misión, unas clases acomodadas que no verán sancionados sus delitos por los hilos que son capaces de mover, gentes humildes con muchas papeletas para convertirse en víctimas (sobre todo las mujeres) o en falsos culpables (sobre todo los hombres). Al margen de retratar esos tics que parecen eternos, Suri incide en alguno más: lo difícil de no dejarse arrastrar por la corriente aunque sus actos te asqueen, lo fácil de acostumbrarse a una corrupción violenta a la que ningún lugar parece quedar ajeno.
Secretos de un crimen cuenta con todos los mimbres para desarrollarse como un thriller -un cadáver en un pozo, un posible asesino huido, un pueblo silente, una policía virtuosa dispuesta a averiguar la verdad y restituir el orden-, pero Suri no quería desplegar ante nosotros una intriga de desenlace más o menos cómodo, sino un examen a formas de hacer en sociedad manchadas y arraigadas, capaces de transformar a individuos saludables en mediocres que practican la banalidad del mal.
Ha declarado la directora que llegó a esta historia a través de sus documentales en torno a la violencia contra la mujer en India, adquiriendo conciencia de que aquel género le permitía mostrar las situaciones a denunciar, pero no lograr transmitir sus raíces de la manera en que ella buscaba hacerlo. Al elegir que sus protagonistas, mujeres, fueran además policías, pudo abordar desde esos personajes únicos las dos vertientes de esa violencia: tienen más opciones que ellos para padecerla, también pueden ejercerla. Y a diario conviven con una suciedad moral de tentáculos largos, en todos los estratos del poder y fuera de él.
La trama es compleja y las protagonistas en absoluto caracteres planos; el espectador es invitado a contemplar el relato desde el punto de vista de Santosh, nueva ante el panorama hostil, pero más allá de ese enfoque se le deja enfrentarse sin paraguas al fango por venir: no se utiliza banda sonora que intensifique o suavice momentos y no cae en la previsibilidad, tampoco en el terreno ideológico. Elige enseñarnos una tela de araña.