Podría parecer un experimento sociológico cuyas cobayas son filmadas sin saberlo y sometidas a presiones, de intensidad creciente, con objeto de estudiar sus reacciones, pero Sala de profesores, el filme con el que Ilker Catak opta a los Óscar en la categoría de mejor película extranjera y ha recibido los mayores galardones en Alemania, tiene mucho de radiografía de los prejuicios y torpezas de los que aún no hemos conseguido despegarnos (como sociedad, y por eso también en la escuela) y de thriller, en cuanto que la tensión generada aquí a cuenta de una sucesión de robos de poca monta en un colegio se dispara de tal modo que el espectador, además de no tener la tentación de la desconexión, puede imaginar el peor de los desenlaces.
Carla Nowak (Leonie Benesch) es profesora de matemáticas y educación física en un centro en el que lleva poco tiempo trabajando. Sinceramente atenta a sus alumnos, se preocupa tanto por su aprendizaje como por que se sientan cómodos e integrados en clase, pero sus afanes por hacer las cosas bien suscitan algunos recelos entre sus compañeros. Será así, sobre todo, cuando a raíz de esos hurtos en las aulas y entre el profesorado no comparta las medidas fiscalizadoras impuestas por la dirección, que buscando establecer la tolerancia cero ante las desapariciones comete evidentes excesos: sospechas generalizadas, incitación a la delación y siembra de la desconfianza dejándose guiar por clichés, es decir, sobre todo hacia los varones y hacia los hijos de inmigrantes.
Buscando dar con los responsables y ante el presentimiento (fundado) de que pudieran encontrarse en la sala de profesores, Nowak decide dejar su cartera allí y la cámara de su ordenador grabando en su ausencia; los resultados no dejan lugar a dudas y señalan, efectivamente, a una empleada del colegio, la madre de su alumno más aventajado (y uno de los más nobles). La profesora procura solucionar el asunto de manera discreta y rápida, pero el intento es en vano y da lugar, entre maestros, padres y estudiantes, a rumores, insultos azuzados por aquellos prejuicios de siempre, acusaciones y finalmente rechazos y violencia, en una espiral de reacciones en cadena que pueden resultarnos tan exageradas, individualmente, como comprensibles y exportables en conjunto a cualquier centro de trabajo: cierta o no, la acusación de robo puede ser especialmente difícil de admitir, como difícil será aceptar que nuestro pariente o amigo sea el ladrón.
Son, por tanto, las buenas intenciones de una de las profesoras más comprometidas, a cuenta de la idea ingenua de la vigilancia sin permiso, las que terminan originando el caos en un colegio que, en tiempo de robos, al menos mantenía cierto orden, y sobre todo revelando la peor cara de los implicados, especialmente de quienes nunca se han llevado nada suyo: los tics discriminatorios, el ansia de ridiculizar, el nulo deseo de proteger a los niños de situaciones que no han generado y la necesidad de culpar siempre a los otros. Catak plantea aquí un friso casi inacabable de males vulgares y comunes que usualmente se manifiestan por separado, pero que podrán exhibirse juntos con la única condición necesaria de que prenda la chispa adecuada.
Su enfoque podría resultar casi documental; de forma evidente, apreciamos que Sala de profesores se ha rodado cámara en mano, siguiendo los movimientos veloces de los chicos y los de Carla Nowak tratando de apagar un incendio tras otro. Sobre su rostro, contenido casi en todo momento pese a las circunstancias, recaen una y otra vez muy cerrados primeros planos que ella solventa con brío: sin mostrar un nerviosismo que no puede transmitir a sus interlocutores, pero sin relajarse jamás; el espectador percibe del todo una ansiedad que podría hacer suya. En esta película son, en realidad, anecdóticos los vicios de los amigos de lo ajeno; la atención se dirige, acertadamente, hacia la incapacidad del resto para manejar la situación con equilibrio y es en ese aspecto en el que el público ha de sentirse apelado.