Roma, mirar la vida

18/12/2018

Roma es el pasado de todos, pero también es el nombre propio de la infancia de Alfonso Cuarón: la colonia de Ciudad de México donde comenzó a conocer el mundo. Su carrera cinematográfica la ha desarrollado, en su mayor parte, fuera de su país, pero debió ser allí donde aprendió a mirar a tenor de lo que vemos en la que puede ser su mejor película, que fue León de Oro en Venecia (y no diremos que, también, una de los mejores filmes del año por no pecar de manidos).

Los primeros compases de Roma marcan la que será su cadencia: el vaivén, lento y repetido, del agua de los fregados en un portal introduce al espectador en el ritmo de los recuerdos de Cuarón, nos mece en un pasado en blanco y negro que él no evoca, sino que reconstruye, casi artesanalmente, sin incidir en momentos cumbres sino en las transiciones. Hace historia sobre sí mismo, desde la observación minuciosa de sus memorias: recuerda peleas de familia numerosa, instantes de paz, juegos y lágrimas, cuchicheos, secretos que no había forma de mantener, silencios incómodos… y sobre todo la entrega de su cuidadora mixteca, que es el centro de esta película coral. Cuarón se explaya en su humanidad y sus desengaños y encuentra la poesía en el cariño que les brindó y en el que a ella le faltó. Sus circunstancias parecen por completo distintas a las de la madre de Cuarón y sus hermanos, una científica más bien fría capaz tanto de marcar todas las distancias con el servicio como de mostrarse oportunamente cercana, pero el relato, y ellas mismas, se ocupan de subrayar que tienen mucho en común cuando sendos engañadores las abocan al desamparo sentimental y a ocuparse en solitario de sus hijos, llegados o por venir: Siempre estamos solas, no importa lo que te digan.

Roma es un fresco, atento y preciso, de personajes siempre tiernos y el reflejo de una época perdida, en la familia del director y en la propia Ciudad de México, porque por momentos se alternan y cruzan la micro y la macrohistoria, aunque gane la primera. Como ganan los planos abiertos a las cercanías -y no podemos evitar pensar que México es país de muralistas-: las personalidades de los miembros de esta familia se nos presentan en el conjunto, desarrollándose siempre en relación. Salvo en el caso del padre, ausente incluso cuando está.

Esta película extensa comienza, más poética y descriptiva, prestando atención a las atmósferas, y conforme avanza va centrándose en narraciones paralelas: las de las decepciones sentimentales de madre y niñera y los efectos (de maduración) de ambas en los niños; sus rupturas terminan por enlazar en las emociones a mujeres separadas por una marcadísima desigualdad social.

La vida, el dolor y el crecimiento, como siempre a base de desencantos, son la base de esta obra deslumbrante sobre historias cotidianas que Cuarón y la pantalla hacen épicas. Nada, por cierto, hubiera sido posible sin el magisterio interpretativo de una actriz enorme que hasta ahora no era profesional: Yalitza Aparicio.

Tampoco sin una fotografía prodigiosa, y a esta se dedica, hasta el 14 de enero de 2019, una exhibición en la Casa de México en España, situada en Alberto Aguilera. Consta de una docena de imágenes y tres abstractos realizados por el fotógrafo mexicano Carlos Somonte.

Roma. Alfonso Cuarón

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