Los rugidos del estómago pueden desoírse una vez, pero si insisten, hacen temblar el aplomo más perfecto. Los de Hector insistieron y Millicent McGuckin empezó a levantar las cejas y a hablar con inusitada claridad, como para hacerse oír al pasar un tren. La señorita Ternan se sonrojó un poco. El anciano doctor Moss se desenganchó el receptor del audífono de la pechera del chaleco y lo sacudió y lo sopló con recelo, como temiendo que se le hubiera colado en él una miga de galleta. El estómago de Héctor lanzó un rugido largo y fuerte y después descendió en la escala cromática hasta convertirse en un ronroneo grave y cavernoso. Parecía que se estuviera produciendo en las cercanías una avalancha de piedras desde la montaña al valle por un torrente primaveral encabritado y espumeante. Después, inexplicablemente y desafiando las leyes naturales, las piedras ascendieron de nuevo montaña arriba, donde las recibieron atónitos montañeros con gritos y música de gaitas.
(Robertson Davies. A merced de la tempestad).
Dadle a Robertson Davies un rugido de tripas y os dará el recuerdo de un buen rato. Este señor, que como veis tiene cara de bonachón Papa Noel y parece que, efectivamente, era encantador, nació en la plácida Canadá y llevó a sus libros una sana capacidad de relativizar fracasos, restar drama a las tragedias y de reírse de los triunfadores y de los estrellados.
John Irving, que lo conoció, lo llamó el Dickens de Canadá. Nos parece que sí pero no: pinta en sus novelas frisos de personajes de personalidades y orígenes sociales diversos y no tiene reparos en enseñar sus luces y miserias con el grado de detalle que sea necesario, pero, a diferencia del inglés, lo hace más desde la ironía que desde la denuncia, dejando a un lado moralismos sin que esto implique la ausencia de crítica.
Vivió durante casi todo el siglo XX, de 1913 a 1995; en su país fue una celebridad y fuera también logró reconocimiento: muchos grandes autores (Malcolm Bradbury, John Kenneth Galbraith o el propio Irving, que fue su medio heredero) le dedicaron palabras muy elogiosas. Aquí lo conocimos tarde pero con dicha, gracias a la editorial Libros del Asteroide, que nos ha hecho el favor de regalarnos su obra completa, que el autor estructuró en trilogías. Para los ultraordenados: no pasa nada por no seguir el orden dentro de cada una, personajes y escenarios conectan, pero las tramas son independientes. Ese escribir de tres en tres tiene que ver con su seguridad y su imaginación, no conoció el vértigo -él mismo lo reconoció- ante la hoja en blanco.
Dicen de Davies que en el vestir se escaqueaba de las modas y que tenía una voz, entre ronca y potente, muy característica; esa personalidad es la que transmite en sus textos: mucha libertad a la hora de hablar, sin tapujos pero con ternura, de sus personajes; independencia en el estilo y respecto a las convenciones, y un humor muy poderoso. Poderoso y, paradójicamente, apto para un público muy amplio.
Su propia experiencia vital influyó de manera clara en los protagonistas de sus textos: él fue actor y productor de teatro, periodista, profesor de literatura… son los oficios de los personajes, que él nos presenta con su genialidad, su frivolidad, su amor propio y sus, más o menos ocasionales, ridiculeces.
Leyéndolo pensamos que nos gustaría tener la capacidad de mirar así la vida, reírnos a su manera de lo que sale mal y sacar su punta cómica a los momentos de hartazgo. Davies fue un narrador de oro, un escritor vital al que imaginamos algo escéptico, buen observador y escuchante, y como un señor muy libre que duda de que pueda serlo del todo. En sus novelas parece darse una lucha entre el destino definido y el libre albedrío: un demiurgo mueve los hilos de modo que sus personajes estén a punto de ahogarse pero, en el último minuto, les salven con los primeros auxilios.
Quizá sea buena idea que los novatos se inicien en Davies con la Trilogía de Deptford, formada por El quinto en discordia, Mantícora y El mundo de los prodigios, sobre lo que un millonario tiene por dentro y lo que se encuentra por fuera, pero tenemos debilidad por la Trilogía de Salterton, una ciudad canadiense imaginaria en la que conviven personajes entrañables y desquiciantes reunidos ocasionalmente por la religión, el teatro o la música. Su desorden interior forma parte del orden del mundo; Davies lo entendió con lucidez y nos lo contó con picardía.