Hoy se estrena en cines Reina y patria, la secuela de Esperanza y gloria (1987), la película más personal, y no solo porque sea autobiográfica, del director británico John Boorman. Podría ser además su último filme: el cineasta ha declarado a El Cultural que no se siente con ganas de más.
En la película asistimos a la pérdida de la inocencia de Bill Rohan, alter ego de Boorman, que aquí ronda los veinte años y se encuentra realizando el servicio militar bajo la sombra de la Guerra de Corea, para la que muchos de sus compañeros son reclutados. El eje de Reina y patria es la evolución de la personalidad de Rohan, tímido y responsable dentro de su inicial inmadurez, en paralelo al desarrollo de su amistad con Percy, un joven preocupado básicamente por divertirse al que interpreta de forma sobresaliente Caleb Landry Jones. Sus muy diferentes personalidades hacen que se complementen a la vez que causan tensiones, en ocasiones violentas, entre ellos. No obstante, juntos viven sus primeras experiencias amorosas, inocentes o tortuosas y absolutamente vintages, conocen el valor de la lealtad entre compañeros y también padecen el muy criticado exceso de rigor y de jerarquía en el ámbito del ejército, una disciplina que Boorman llega a ridiculizar hasta obtener de ella los mejores momentos de humor de Reina y patria.
En un capítulo aparte queda la familia, a la que Rohan visita en sus días de permiso. Sus parientes aman y sufren según códigos que se mueven entre la tradición y la modernidad, y sus relaciones se han visto alteradas por las guerras pasadas y las ausencias que causaron, por el instinto de aferrarse a la vida y sus placeres cuando se toma conciencia de que puede que no dure y que, si dura, no sea fácil.
Sin peros en cuanto a su desarrollo narrativo, académico y sin riesgos, Reina y patria no llega a ser una película clásica –su humor no es convencional; las tesis tan antibelicistas como patriotas de Rohan son puramente modernas- pero sí está dominada por la corrección, algo acartonada, en las formas. Contrastan el tono del mensaje y el de las maneras.
Pese a las risas, incluso los instantes de mayor ligereza contienen reflexiones de fondo, sobre la importancia de la alegría, de no desdeñar lo liviano. Quizá no alcance la energía y originalidad que transmitía Esperanza y gloria, pero Boorman deja claro que tenía aún mucho que contar y que es un maestro en lo que a dirección artística se refiere: la estética atrapa.