Los personajes de Carlos Vermut son cebollas llenas de capas que, al desprenderse, no necesariamente dejan ver luz, o barquillos de papel que el espectador debe desdoblar para ver cómo se hacen, porque los pliegues los construyen. Cualquier forma de sencillez tiene en sus películas un trasfondo problemático: hablar de la familia no es cálido, bucear en el pasado es hacerlo en un pozo que uno mismo hizo negro y en las formas de ser no hay espontaneidad: son el fruto de una suma de episodios, si no oscuros, sí convulsos. Le interesa de la vida lo que enterramos de ella, lo que no queremos mirar.
Si en Magical Girl, en torno a la figura turbia de Bárbara (Bárbara Lennie) giraba la desgracia, en Quién te cantará esa tragedia está encarnada fundamentalmente en Lila Cassen (Najwa Nimri), una cantante de éxito que lleva años sin cantar -los mismos que hace que murió su madre- y que sufre amnesia tras ahogarse en el mar. No recuerda quién es, cómo era su vida ni la letra de sus canciones cuando faltan semanas para que tenga que ofrecer el gran concierto de su regreso. Sus propias manos le descubren su cuello y su cara con el mismo ansía de hallazgo de tantas manos surrealistas.
Sabemos que ha perdido la memoria, pero no si desea recobrarla y volver a ser la misma, camino al que le conduce su amiga-manager Blanca (Carme Elías), más manager que amiga, que toma decisiones por ella como debió hacerlo en su vida anterior y decide buscar a su manera la persona idónea para hacer a Lila recobrar la memoria. Su rol no puede sino recordarnos al del ama de llaves de Rebeca; la de Hitchcock es una huella que Vermut nunca ha negado y que a partir de la aparición de Blanca toma forma en la película en diversas secuencias que remiten a Vértigo.
La elegida para hacer retornar la antigua personalidad de la estrella es Violeta -el nombre, una variedad del lila al fin y al cabo, no es casual y nada en este filme lo es, ni las uñas rotas, ni los zapatos de tacón abandonados-. Ella es una cantante de karaoke llena de talento imitando a Lila Cassen, prácticamente su alter ego, además de una mujer llena de dignidad y de la sabiduría que quizá solo conocen los que viven verdaderos problemas: es madre de una adolescente violenta que pide a gritos, literalmente, un bofetón, y que padece trastornos severos de la personalidad. De la mano de Lila, instruyéndola en la interpretación de sus propias canciones, experimenta la felicidad que en su casa no conoce; se acerca a su heroína, que ya no lo es: los roles se han invertido. En el proceso, ambas inician un camino de autoconocimiento que no les conduce a la alegría pero sí a la autenticidad, aunque esta equivalga, en el caso de Lila, a ser la comedora de animales vivos que rezan las leyendas urbanas, la devoradora de inspiraciones ajenas que pierde el deseo por cantar cuando no tiene de quién nutrirse, y en el de Violeta, a ser la eterna segundona relegada que es origen de todos los disfrutes pero no puede esperar ningún reconocimiento.
Lo mágico en la película es ese buceo en la interioridad de sus personalidades, en el pasado que explica su presente, y en las conexiones que pueden desarrollarse entre personas sin nada, aparentemente, en común -siempre hay magia en las pelis de Vermut, esté o no citada en el título-. También alusiones a nuestra música popular, que el director conoce bien (la Niña de fuego de Manolo Caracol en Magical Girl es aquí el Quién te cantará de Mocedades).
Al margen de las alusiones claras a Hitchcock, otra referencia fundamental en la película, sobre todo en la estética pero no solo, es Almodóvar: Vermut ha sabido nutrirse del habla de la calle y de las pasiones y pulsiones más terrenas con la misma habilidad con la que se empapa del cine clásico, más o menos culto y comercial, para hacer suyo todo ese abanico de inspiraciones y que el resultado tenga una originalidad rara por escasa, un sello propio que no puede confundirse. Lo construye a base de símbolos, no herméticos pero tampoco trillados, y de guiones literarios y perfectamente estructurados donde se deja a la imaginación del público solo lo que no quiere aclarar y justo eso. Lo logra incluso cuando en esta película apenas hay instantes de sobriedad, casi nada que sugiera depuración: las intimidades de Lila y Violeta, Violeta y Lila, ambas rescatadas de las aguas por Blanca, están envueltas en luces artificiales y en el escenario poco silencioso de una turística localidad en la costa que él convierte en espacio para la extrañeza, en otro recurso expresivo. Tampoco es descabellado entender Magical Girl como el punto de partida de Quién te cantará: Bárbara era una interrogación pulida, pero plena en su negritud, Lila es una interrogación literal y vacía a reconstruir. O a inventar, emprendiendo un viaje no lineal y no hacia fuera, sino hacia dentro, en una senda parecida a las que planteaba Bergman en blanco y negro.