La semana pasada hablábamos en esta sección del siglo transcurrido desde esa exaltación del monólogo interior que es el Ulises de Joyce; también se conmemora este año el centenario de la muerte de Marcel Proust y el de la publicación de Cuarto de Jacob de Virginia Woolf, así que vamos a recordar cómo ambos manejaron el tiempo en su literatura.
Proust perteneció a una familia acomodada y su buena posición económica le sirvió para dedicarse a las letras sin mayores preocupaciones y también para entrar en contacto con los ambientes elegantes, aristocráticos y burgueses que plasmaría en su obra; esta gira en torno a dos mundos sociales: el de Swann y el de Guermantes, representativos justamente de la alta burguesía y la aristocracia.
Aunque algunos críticos han señalado que en sus trabajos encontramos una primera nivelación entre la nobleza vieja y la burguesía enriquecida, preludio de una nivelación general de todas las clases sociales que la I Guerra Mundial abonaría, lo más relevante de sus novelas no reside tanto en su tono social, que está presente, como en su reveladora manera de exponerlo. El ejemplo manifiesto de ello sería En busca del tiempo perdido, escrita entre 1910 y 1922, cuando Proust había decidido aislarse en una habitación tapizada de corcho y con ventanas cerradas de la que solo salía de noche.
Más allá de los sucesos que relató, de los personajes y ambientes que creó, lo que nos seduce es lo que les da razón de ser y los sustenta: el tiempo en que tienen lugar, no siendo este, con todo, el eje de la obra de Proust, sino el del recuerdo, el tiempo de la memoria, en el que se cuelan las ideas filosóficas de Bergson, para quien memoria y tiempo marcan todo tipo de existencia.
Son dos los procedimientos de búsqueda del tiempo perdido: impresiones y reminiscencias; las primeras son el punto de partida, la memoria inicial que despiertan las circunstancias, y a través de ellas se reconquista un universo en apariencia dormido en el inconsciente. Esas impresiones acaban en reminiscencias: a partir de la intemporalidad del instante presente, la evocación se instala en el pasado, recuperándolo, haciéndolo presente también. Se produce así un fenómeno de memoria involuntaria cuyo soporte psicofísico ha sido la sensación: confiaba Proust en lograr, con su meditación del recuerdo, captar la esencia de las cosas, el secreto de la vida, una empresa con mucho de utópica.
El tiempo es recuperado desde el hombre, subjetivamente, discurriendo veloz o deteniéndose (técnica del tiempo lento), tomando cuerpo en un elenco muy variado de sensaciones. Podríamos pensar que una obra centrada en la memoria involuntaria, regida en la medida de lo posible por el inconsciente, pudiera carecer de toda estructura, pero no es así; opinaba André Maurois que En busca del tiempo perdido está construida como una ópera de Wagner: las primeras páginas son un preludio en el que se exponen los temas principales (el tiempo, la campanilla de monsieur Swann, la vocación literaria, la magdalena). Después, un arco inmenso de asuntos se despliega de Swann a Guermantes y, finalmente, todos los temas se juntan, al ser evocada la magdalena a propósito de los peldaños y de la toalla áspera; la campanilla de Swann suena como en las primeras páginas y la obra termina sobre la palabra Tiempo, el tema central del conjunto.
Después de Proust, podemos hablar en la novela de una articulación y de un tratamiento de los materiales básicamente construidos a partir de la noción de un tiempo impresionista; su eco siempre estará presente.
Virginia Woolf, nacida once años después que el francés, abandonaría muy pronto las técnicas tradicionales de la novela para adoptar procedimientos acordes con las exigencias estéticas del siglo XX. En su temprano El cuarto de Jacob (1922) optó por aplicar un tiempo lento a través de una visión limitada de la narración lograda mediante una técnica conductista, dejando a un lado lo introspectivo, mientras en Mrs. Dalloway (1925) apreciamos el que sería el rasgo más característico de su obra: un impresionismo subjetivo según el cual las cosas no son lo que son, sino como se ven en el espejo de quien las contempla, en este caso el escritor. Afirmaba Woolf que la tarea de este es ofrecer ese espíritu variado, desconocido e impreciso con la mayor mezcla posible de elementos externos y ajenos.
Junto al impresionismo, de nuevo hemos de hablar del tiempo. En Al faro (1927) relata sucesos separados por un lapso de varios años y la técnica del contrapunto, el recuerdo de lo pasado perdido, descubre en torno a la casa del litoral en que se sitúa la novela los cambios esenciales que ha operado dicho tiempo en los personajes que aún sobreviven.
La obsesión por el tiempo es también esencial en Orlando (1928), cuyo protagonista vive a través de varios siglos, del XV al XX, y sufre todo tipo de metamorfosis, también sexuales. Woolf insistirá después en la cuestión del reloj sin fin en Los años (1937), a través de varias generaciones de una familia inglesa de clase media, y en Las olas (1931), en la que el monólogo interior y el mar son los procedimientos escogidos para mostrar el paso de la niñez a la vida adulta.