¿Soy yo, o el mundo se está volviendo loco?
Resulta oscuro trabajar como payaso en la ciudad deprimente de Gotham, enfrentarse a la burla ajena en la calle, residir en un decrépito portal y deber hacer malabares para conservar un empleo basura; solo la mente de Arthur Fleck es tanto o más oscura que sus circunstancias, el reflejo cóncavo o convexo de ellas. Su salud mental igualmente precaria parece el espejo de una sociedad enferma de la que recibe fundamentalmente patadas (que se suman a las que sabremos que desde su infancia recibió) y la risa repentina e incontrolable que padece en momentos de tensión es solo la vía de escape de una rabia inmensa y creciente que la carcajada no acaba pudiendo controlar.
Es más que metafórico que su ciudad se encuentre anegada en basuras y en ratas a raíz de una huelga de recogida: la inmundicia, que solo padece una clase obrera avasallada, es el perfecto caldo de cultivo de una alienación personal y un desorden social que tendrán a un inmenso antihéroe como héroe y que acabarán difuminando hasta lo impensable los límites entre lo moral y lo amoral.
El filme de Todd Phillips premiado con el León de Oro en el último Festival de Cine de Venecia incomoda pronto, fundiendo enseguida a payasos y ciudadanos medios, enlazando enfermedades mentales y contextos sociopolíticos y haciendo de la violencia hacia uno y hacia los demás, del deseo de muerte, la consecuencia irremediable del desamparo y la humillación, pero con todo no plantea esencialmente una trama derivada de la acción-reacción, sino vertebrada como acción-maceración y desesperanza-reacción, de modo que el espectador pueda involucrarse primero en los sentimientos de soledad profunda del clown antes de ver cómo se inflaman y se convierten en arma destructiva.
Al mismo tiempo que Fleck maquilla su cuerpo, transforma su interior hasta hacer de su personalidad cerrada y humillada un emblema antisistema que mueve masas para fines tan perversos como aquellos de los que fue víctima, conforme a la conocida subversión que todo Joker cinematográfico aplica a la inocencia de Chaplin. La existencia de ese grupo que lo exalta es necesaria en el relato de Fleck para subrayar que su tragedia no es única y que la individualidad, conforme a ciertas visiones sociales, es casi un privilegio burgués: para los abandonados, la soledad no es una opción.
Phoenix es tan villano como lo fueron Heath Ledger o Jack Nicholson en las versiones anteriores de esta historia, pero Phillips nos lo presenta aún más complejo: incapaz de adaptarse a ninguna convención social ni siquiera a la hora de contar chistes, a duras penas conteniendo su ira con esas risas inexplicables, una mirada que guarda chispas y un cuerpo dolorido que, a veces, necesita bailar: armar su propio show.
Cuando finalmente su violencia estalla (primero dirigida hacia tres ejecutivos maleducados que molestan a una mujer en el metro, después ya sin ningún objetivo racional), Joker se convierte en la figura visible de una gran protesta de desfavorecidos que, sin embargo, desde su ultraje primero y en su enajenación después, no demandan ya nada: solo la libertad de expresar rabia por sus medios, de hacer de su sangre sonrisa y sembrar su propio caos.
Nos encontramos ante un filme sin malos ni buenos en el que unas formas de desastre suceden a otras, haciendo crecer el general desorden y negando opciones a algún tipo de redención. Incómodo donde los haya, prácticamente nihilista, requiere del espectador mucho más que sus 18 años: una mirada inmensamente adulta y crítica. Por más que las oigamos en las salas, no son posibles las risas.