En paralelo a su labor como director de cine, y durante sus viajes internacionales desde los ochenta, Wim Wenders ha llevado consigo una cámara panorámica con la que fotografiar paisajes y momentos que por alguna razón le impactaban. Tomó imágenes de gran formato del Nueva York posterior al atentado de las Torres Gemelas y de Fukushima, centradas sobre todo en la posibilidad de renacimiento tras la destrucción, y también vistas de paisajes estériles, vacíos, como los desiertos de Australia, y de naturalezas de Estados Unidos y Cuba, bosques y templos de Japón, la costa del mar de Galilea…
Desde el punto de partida que supone la soledad del acto de fotografiar, se fija, en definitiva, en paisajes exentos de rostros, pero sí cargados de una poderosa sensación de lo humano. En esas instantáneas subyace el deseo de atrapar en la memoria el momento que está a punto de desvanecerse, la historia y la idiosincrasia de diferentes lugares, y cada una tiene una identidad propia sin necesidad de referirse a una secuencia anterior o posterior. Suponen esas obras la traducción inmediata de la interpretación existencial que hace de lo desconocido, de lo que se le escapa.
Cuando las ha expuesto, ha explicado el director alemán que considera más sencillo fotografiar que hacer cine, porque el acto fotográfico empieza y termina en un instante, y en ocasiones ha convertido su segunda pasión en parte de la primera: por ejemplo, en Alicia en la ciudad, donde el protagonista lleva una Polaroid Sx-70; en Hasta el fin del mundo, muy ligada al valor de la fotografía como recuerdo; o en Palermo shotting, protagonizada por un fotógrafo. Una cámara lleva también, en sus descansos laborales para almorzar, el protagonista de Perfect Days, Hirayama (Kôji Yakusho), y con ella capta las ramas entrelazadas de lo más alto de las copas de los árboles (siempre los del mismo parque) y los huecos por los que, a través de ellas, entra la luz; esa visión siempre le despierta una sonrisa y sabremos que guarda decenas, o centenares, de esas imágenes en el muy reducido espacio de su casa en Tokio. Sus otras pertenencias más valiosas, y casi únicas, son libros y casettes: los primeros los elige clásicos, los lee ritualmente en posturas incomodísimas en Occidente y veremos que involuntariamente se comunica a través de ellos con su entorno; las segundas lo acompañan cada día en sus desplazamientos al trabajo convirtiéndolos en un placer para él y para el espectador: escucha a Nina Simone, The Velvet Underground, Van Morrison o Lou Reed (que titula la película, con su Perfect Day). Sus canciones, sensacionalmente elegidas, no componen una banda sonora al uso; se trata de música diegética porque forma parte de la narración y define, también, al personaje.
La narración. De cada filme o novela anclada en una vida cotidiana cuyos protagonistas no se ven envueltos en sucesos convulsos o emprenden viajes iniciáticos suele decirse que en ellos no ocurre nada; que simplemente invitan al espectador a detenerse en lo cotidiano con otros ojos. Nunca es cierto: como sabía Paterson, el conductor de autobús de Jim Jarmusch que escribía poesía; Auggie Wren, el kioskero fotógrafo de Smoke, con guion de Paul Auster; y desde luego Ozu y sus seguidores japoneses, evocados en esta obra de Wenders aunque no tanto como se ha insistido, siempre hay algo que sucede y puede que nada sea del todo nimio: ni gestos o maneras de entonar, ni los modos en que se encara una costumbre. La reflexión central de esta película, que el mismo director ha definido como espiritual (la novedad en su cine sería que no lo fuera), subyace en la actitud de Hirayama ante su día a día corriente, ante su empleo más que corriente y sus relaciones, escasas, con gente corriente. Quizá el más desagradable de los trabajos (la limpieza de baños públicos) lo desempeña con un cuidado máximo, no como quien cumple con una obligación necesaria, sino como quien desarrolla un acto de fe; de la misma manera, con ternura y con paciencia, trata a su compañero en esa labor, un joven poco responsable y pedigüeño; a quien se acerca a los baños mientras limpia, con mucha educación o con ninguna; y a su sobrina, hija de espíritu, que aparece sorpresivamente en su casa con intención de quedarse. Cada personaje que cruza su camino con él desempeña un papel necesario en Perfect Days: revela una arista del sentido que el protagonista da a sus días.
Dijimos que los libros, la fotografía y la música dominaban su tiempo libre, y que manejaba en todas esas actividades un criterio cuidado, pero a ninguna de ellas podríamos considerarlas, en el caso de este hombre poco hablador, un refugio: no suponen una vía de escape, porque no hay nada de lo que Hirayama tenga que escapar; no veremos tortura, sino servicio, en su dedicación esmerada a cada váter.
En los últimos compases de Perfect Days sabremos, de hecho, que el verdadero amparo lo encuentra, este señor que ha hecho de la rutina un santuario, en ese oficio: su soledad, y la llegada inesperada de su sobrina, tienen que ver con una familia que adivinaremos rota y poco cálida. En todo caso, Wenders convierte en secundario el camino de Hirayama hasta llegar a su paz, su bonhomía y su fervor por las pequeñas cosas, que él filma con mirada casi del todo documental, como es su sello: esa perspectiva salva además a la película de la afectación común en otros filmes que han querido recalcar que la belleza y la alegría no están tan lejos.