Cuanto más solo estoy, más amenazado me siento, y cuanto mayor es la amenaza, más solo deseo estar.
Dice Olivier Remaud, en Soledad voluntaria, que la soledad no deja de ser una llamada y que ésta resuena insistentemente en todo tipo de cabezas, al margen de estatus o edades. De épocas, de circunstancias. No todas comienzan así, pero no tiene nada de extraño que quien emprende esa senda de lo solitario involuntariamente, o por accidente, se vea envuelto en una inercia en la que encuentra una forma de comodidad o placidez de la que, con el tiempo, no resulta fácil salir. O deseable.
Lo reconoce también Juan Gómez Bárcena en uno de los capítulos de su último libro, Mapa de soledades, un tratado valioso y completo de formas de soledad en pasado y presente por el que pasan algunas de esas cabezas que, en unos contextos u otros, experimentaron la llamada. Son muy plurales, por si aún pervivieran clichés por desafiar en torno a los solitarios: de entrada, poco tienen en común Emily Dickinson volcada en su jardín, Horacio Quiroga inmerso en su selva junto a las mujeres que osaban acercarse a él, la ballena que sospechamos aislada, repitiendo una y otra vez su canto desde hace años, Lady Di mirando el mar desde el trampolín de un barco con su bañador azul, Simeón el Estilita, los monjes de Santa María de Huerta o Mehram Karimi Nasseri, que habitó durante casi dos décadas el aeropuerto Charles de Gaulle.
Semejante variedad supone retos a la hora de analizar las raíces, los sentidos y las consecuencias de la soledad, buscada o sobrevenida, constante o circunstancial. El primero podría ser por dónde empezar: este autor ha elegido vertebrar su libro, nacido precisamente en Misiones, el lugar donde Quiroga buscó su sitio, a partir de los lugares donde ellos y muchos conocieron formas más o menos amables de aislamiento. Tampoco esas geografías responden a etiquetas: se trata de selvas, ciudades, islas, hogares, océanos, jardines, desiertos, el cosmos, las fronteras, los casquetes polares, las cumbres, las terras incógnitas… Y por último, la piel. Esta última no aparece en los mapas, pero formula Gómez Bárcena que es el primer paraje donde sentirnos reconocidos o aislados, siendo el tacto la más temprana señal de aceptación y la ausencia de él (o el tacto frío) el índice claro de que no somos admitidos.
Esta obra tiene mucho de compendio de modos de estar solo, no necesariamente sin compañía, y el número y la profundidad de los casos analizados es enorme, pero los muchos datos aportados, la exhaustividad en los análisis, no sobrepasa al lector: unos y otros solitarios quedan conectados por reflexiones muy maduradas de Bárcena sobre lo necesario de cierta soledad (solitud) y lo peligroso de sus excesos, sobre sus efectos en la personalidad del individuo y sobre su dimensión personal y colectiva.
No son pocos los ensayos que se han dedicado a este asunto en los últimos años y este libro tiene, asimismo, el acierto de mencionar bastantes de ellos en sus agradecimientos finales. Resultarán útiles a quien desee profundizar en esta cuestión escurridiza y difícil de abordar, aunque en sus letras él lo haga con talento, habilidad y sin tabúes. En lo que concierne a la soledad, aún los hay: en ocasiones se problematiza sin razón, en otras se resta importancia a sus huellas en el largo plazo, cuando el silencio que envuelve a los solos persevera. Literariamente, en los personajes masculinos se ha revestido de heroísmo; en los femeninos, de sospecha.
Bendición, placer, desconexión o maldición sobrevenida, nuestra época en todo caso no conduce a su remisión; Mapa de soledades seguramente no perderá su vigencia como ensayo enriquecedor.