¿A qué íbamos a venir?, a lo de todos los años, a la gran batalla de Verdún…
La literatura no fue la primera ocupación de Julián Ayesta, que probablemente por influencia de su padre, abogado, político y periodista llamado como él, se dedicó a la diplomacia y desempeñó diferentes cargos en Beirut, Bogotá, Ámsterdam y Viena antes de convertirse en embajador de España en Yugoslavia a mediados de los ochenta. Su labor literaria se volcó sobre todo en obras de teatro que llevó a cabo en la inmediata posguerra, y en cuentos y poemas, pero en realidad si su nombre resulta a muchos familiar se debe a su única (y muy breve) novela: Helena o el mar del verano. Se publicó por primera vez en 1952 y desde entonces, casi una vez por década, ha sido en sucesivas ocasiones relanzada por varias editoriales (la última, Acantilado) y traducida, desde los noventa, a muchas lenguas europeas: al francés, el alemán, el griego, el holandés, el inglés y el italiano.
En menos de cien páginas y en tres capítulos, correspondientes al verano, el invierno y el verano otra vez, narra Ayesta con ligereza solo aparente un tránsito de la niñez a la adolescencia y también las fases de un primer amor juvenil a las orillas del mar de Gijón, que conocía bien, porque esa era su ciudad natal: los primeros balbuceos con peleas furtivas de almohadones comparadas con batallas sangrientas, la constatación de que la citada Helena es distinta a las demás, los miedos por parte de ambos y la rendición final a lo que hay, una rendición idealizada por lo que tiene de experiencia primera y llevada al terreno del mito griego (dado que Helena de Troya era hija de Zeus, pretendida por muchos héroes por su belleza, y porque el chico ha empezado a traducir a Virgilio) e incluso al de las églogas de Garcilaso, que no se nombran explícitamente en el texto, pero cuya atmósfera sí se recoge. En todo caso, una cita significativa del poeta abre el libro y marca el tono de parte de él, sobre todo de su desenlace: Por ti la verde hierba, el fresco viento/ el blanco lirio y colorada rosa/ y dulce primavera deseaba.
Cuando no se refiere el autor a los pasos adelante y hacia atrás de estos casi niños, nos atrapa en otras escenas no menos alegres y envueltas a la vez en la nostalgia: las de los descansos de una extensa familia a orillas del mar, entre mucho humor, pequeños roces y formas de felicidad o de tristeza de otro tiempo, y las de las inquietudes de un crío por su virtud cuando cree que sus pensamientos se desvían y trata, una y otra vez y no con demasiado éxito, de reconducirlos (el remordimiento y la culpa). Helena o el mar del verano es, fundamentalmente, un relato de añoranza por lo que era bello, aunque nunca tranquilo, y se perdió irremediablemente como seguramente no demasiadas cosas se pierden del todo: además de la infancia, un estado mental de inocencia y optimismo que, en realidad, no parece solo propio de esa pareja en ciernes; también de quienes los rodean y de una época más sencilla, al menos al evocarla (Y había un hombre cantando muy bien, y papá dijo que por qué no nos sentábamos en una mesa de aquellas a descansar un poco, y pidió sidra para todos, los niños también, y sentimos un picor burbujeante por dentro al beberla. Y ya era cuando empezaban las estrellas).
Esta historia tenía que ser necesariamente breve porque los instantes que narra también lo son en el recuerdo del protagonista (la infancia lo es en la memoria, probablemente, de casi todos) y porque poner demasiadas palabras a sensaciones tan instantáneas hubiese sido un error. Ya afirma el joven (con toda seguridad, un Ayesta que echa la vista atrás y no se pone nombre) que colecciona mariposas, preciosas y veloces; y de Helena en realidad no sabemos demasiado, solo que es rubia y bella (difusa) y que huele tibiamente como los nidos de crías.
Llamativamente Ayesta no concibió esta historia como una unidad, sino como una suma de siete narraciones que vieron la luz progresivamente a lo largo de diez años; no se aprecian, sin embargo, cortes significativos ni en su argumento ni en su lenguaje y la conexión entre las partes es clara. Prueba, no obstante, ese periodo extenso en que el escritor dio forma a sus experiencias tempranas con el verano y con el amor el poso largo que dejaron en él todos esos momentos estelares y fugaces.