Nosotros comprendemos que la fábrica ya no existe. Y hemos ajustado nuestro precio a esa circunstancia.
El periodista croata Robert Perisic (Split, 1969) comenzó a escribir sus relatos en la década de los noventa, muy poco después del inicio de la guerra de Yugoslavia, y tanto ese conflicto como la transición de esta región del comunismo al sistema capitalista y la economía de mercado, un proceso generador de tensiones y paradojas, han estado presentes en su obra desde entonces. La primera de sus novelas en ser traducida al español nos llegó hace unos meses de la mano de Impedimenta, y ha tenido una traslación exitosa al mercado audiovisual, en 2021: se trata de El último artefacto socialista.
Narra la peripecia de los embaucadores Oleg y Nikola, una suerte de empresarios que tratan de encontrar su sitio en un país y en una época en los que las filiaciones (identitarias, ideológicas) que en otro tiempo pudieron darles compañía y trabajo, aunque fuesen postizas, han pasado a no servir. Entre sus padres, abuelos y bisabuelos hubo comunistas, proalemanes y anticomunistas; ellos no pueden quedarse con ninguna de esas cartas, aunque coqueteen a veces con el nacionalismo, a la hora de agruparse. Pero, a falta de filias, sí pueden procurar hacer dinero y cuentan con un inversor -cuyo nombre no conoceremos, pero creeremos intuir- que desea adquirir alguna turbina de tipo peculiar, como las que se fabricaban en las antiguas, obsoletas, cerradas fábricas socialistas.
El precio no será problema y su mayor colaborador en la operación -desde el desconocimiento, cierta desconfianza y el deseo de trabajar en lo que sabe, cuando su familia huyó- será el ingeniero Sobotka, un personaje casi homérico, muy experto en lo suyo, muy solo y también compasivo. Gracias a su tesón y sus amistades con los antiguos operarios de una factoría sin uso, el proyecto se pone en marcha y será, dadas las circunstancias, autogestionado. Ni Oleg ni Nikola ni ninguno de los empleados saben muy bien en qué culminarán sus esfuerzos, pero en lo que esas turbinas, tan útiles para casi todos como molinos romanos, se materializan, Perisic nos presenta a un enjambre de individuos en estado de confusión gloriosa, con un pie en la tristeza y otro en la esperanza, perfilados con brillantez (sobre todo los más veteranos). Se reúnen en un bar añejo llamado El lago azul, cuyo hilo musical permanece, como su nombre, anclado en los ochenta, la década de la que salir a machamartillo.
Han perdido a su familia o ésta les ha casi abandonado, buscan el amor con una lente desenfocada, hacen memoria de un pasado repleto de rencillas y de certezas y no tienen demasiada fe en lo que el futuro pueda depararles; pero aún así, esperan. El tono de Perisic al seguir sus pasos (algunos no se mueven de la ciudad fronteriza de N., olvidada por el mundo; otros viajan siguiendo anhelos y a alguno se le pierde la pista) oscila entre la lírica y la sátira; apenas abandona el humor al narrar episodios crueles, pero hacia la mayoría de estos obreros guarda piedad.
El desenlace se atisba trágico, hasta que un poderoso giro de guion, que refuerza la ironía honda de la novela, salva al menos las economías de los implicados. Y subraya hasta qué punto seguimos perdiendo la cabeza por ciertos relatos que nos anclan en la pobreza o la especulación, así pasen las guerras y las transiciones: la victoria de estos trabajadores se hace amarga.