Hace veinte años, una Nochebuena, mi mejor amigo mató a su hermana y se tiró por un barranco.
Puede que, con el paso del tiempo, las tragedias con o sin cicatrizar se enuncien por necesidad así, sin rodeos y sin suavizarse. Ahí hay una novela, le advirtió Sergio del Molino a Miguel Ángel Hernández; muchas posibles en realidad, tantas como maneras de mirar, de narrar, de regresar al pasado. De no ser esta una historia personal, ese asesinato y ese suicidio -cuesta llamarlos así- podrían haber sido el punto de partida de un thriller, de un relato de misterio o de una novela de intenciones más o menos psicológicas, planteada con distancia, que nos seduciría o no, pero que probablemente no echaría raíces en nosotros.
Hernández, sin embargo, nos habla en primera persona, alternando tiempo presente y pasado, de su amigo más íntimo en la infancia y, sobre todo, de sí mismo con él, de la materia sensible que forman la familia, la niñez y las fragilidades que nos definen, en parte, y que no suelen abandonarnos por más que, siendo adultos, juguemos a sobrellevarlas. Por eso, y porque el dolor y el silencio tras ese episodio siguen acompañando a muchos además de a él, ha compuesto una novela que no gira en torno a la muerte violenta, sino en torno al enigma que todos somos, al pudor ante la desgracia; una historia sobre los abismos entre lo dicho y lo que se queda sin decir, sobre las distancias, el talento de transmitir calidez y los efectos del paso del tiempo en las relaciones, con los demás y con nuestro yo anterior. Él mismo es narrador e inquilino, parte y también arte (autor responsable) en un relato en el que cuanto parece anunciarse como atractivo elemento novelesco termina convirtiéndose en arena movediza y emotiva, en un aguijón vital: la honestidad y el cuidado de Hernández a la hora de hacernos llegar su experiencia son tales que los lectores evolucionamos con él, siendo partícipes del proceso de escritura de este libro, de sus hallazgos, reflexiones y remordimientos, hasta llegar a compartir también el deseo -sea por respeto o por necesidad emocional- de no querer ver las fotos ni poner palabras a más, de preferir salvaguardar el misterio justo en los tiempos en que él siente la necesidad de hacerlo.
El dolor de los demás -la elección del título es quizá el primer acierto- se lee casi inevitablemente sin pausas; se bebe, dijeron en su presentación. Últimamente dicen que se ha sobrevalorado eso de poder leer del tirón, pero en este caso se debe, más que al enganche del placer sencillo, a la sensación de habitar la historia, sintiendo verdadera desazón durante el recuerdo del entierro conjunto de víctima y verdugo y también parte de la paz que el tiempo y la memoria del cariño traen al amigo. Con toda seguridad, el proceso de escribir transformó al autor; con bastante probabilidad, esta novela será de las que contribuirá a cambiar también, a favor de una mayor complejidad, las maneras de relatar esas vidas ajenas, cercanas e inhóspitas, jamás del todo desveladas, de las que habló Carrère.
Tras El instante de peligro e Intento de escapada (en Anagrama, como esta última obra), Hernández sigue ahondando en las maneras de representar y de contar, en las capacidades creadoras de la mente y el lenguaje al restaurar memorias y en la vida, activa, de lo pasado en lo actual, sobre todo en las formas de pervivir de lo ambiguo y lo no contado.