Todas las frases que se me ocurren son un insulto a la mujer que ha sido.
Las gratitudes, el penúltimo libro de Delphine de Vigan, que nos ofreció Anagrama en 2021, pudo tener un título menos elegante pero igualmente apropiado: quizá Los vértigos. Por alta que sea la conciencia de todos de que envejeceremos, o estrecho el contacto que mantenemos con ancianos, ofrece paz pensar en lo poco que nos importará entonces lo que no deba hacerlo, pero no prever hasta qué punto podrán deteriorarse nuestra salud y nuestras capacidades, ni imaginar el grado de dependencia que experimentaremos respecto a otros a quienes puede que hoy no conozcamos. O suponer la intimidad que perderemos y el tono infantil con el que puede que se dirijan a nosotros: por razones a explorar, tendemos a usar maneras parecidas al hablar con los niños y con quienes se acercan a la muerte, con resultados a veces irritantes.
Como la vida de esta escritora es el material fundamental de sus libros -lo era antes de que comenzásemos a hablar de la autoficción como género- podemos conocer, gracias a Nada se opone a la noche, las circunstancias en que quien inspiró a Michka, protagonista de Las gratitudes, comenzó a ser parte de su existencia: esta mujer era su vecina, vivía sola y sin hijos y pudo ofrecerle en su niñez y su juventud un hogar tranquilo, orden y cariño, cuando su madre, aquejada de bipolaridad e inmersa en una familia compleja y en relaciones amorosas poco apacibles, no podía dárselos.
El contacto, familiar sin peros, entre las dos perduraría en el tiempo, hasta que llegó el momento en que Michka, ya anciana, no pudo vivir sola: sentía que su salón era un mar tempestuoso en torno a ella, que el sillón no era un lugar donde estar a salvo y, sobre todo, comenzó a olvidar las palabras adecuadas para expresarse, ella que había tenido como oficio la corrección de textos y como pasión, la lectura. Se inicia entonces su trasiego dificultoso (deshumanizador) por distintas residencias, hasta recalar en la última, donde alternativamente las voces de Marie, el alter ego de Delphine de Vigan en el texto, y Jérôme, el logopeda que la ayudará, dan cuenta del avance progresivo de su afasia, de la conciencia de la anciana de la memoria perdida -buscará ese algo que no encuentra incluso debajo de la cama- y de que no habrá vuelta atrás: sabrá de la derrota de su lenguaje antes y mejor que los que la rodean. Podemos suponer que la energía que le resta tiene que ver, además de con el cariño de esos dos jóvenes y con las escasas costumbres personales que en ese lugar logra mantener, con su esperanza de hallar -tras varios intentos fallidos, poniendo anuncios en la prensa- al matrimonio que la acogió siendo niña, en los últimos años de la II Guerra Mundial, cuando sus padres fueron deportados. No volvería a verlos, ni a unos ni a otros.
La gratitud tiene en esta novela, por tanto, varias direcciones en las que manifestarse y motivos poderosos para hacerlo: en el texto, además, las ocasiones de agradecer se materializarán y con las palabras justas, ese más difícil todavía. Pero el gran asunto de la obra, breve porque esta autora maneja muy bien los caminos de la síntesis, es esa vida otra en la que no nos quedará más remedio que enredarnos cuando sumemos más décadas en los huesos, nuestras neuronas seguramente comiencen a descansar y no seamos ya mirados, tocados, o simplemente considerados individuos laboralmente útiles. Cuando las alimenticias o las sanitarias sean nuestras únicas necesidades a ojos de muchos, perdamos sin desearlo nuestras aficiones y amistades o la capacidad de decidir quién y cuándo puede entrar a nuestra habitación.
Jerôme, el logopeda comprensivo que ajusta su ritmo al estado de ánimo de los pacientes, y al que la vida -quizá su propia orfandad materna, el alejamiento de su padre- ha terminado conduciendo al trabajo exclusivamente con ancianos, suele hacerse con las fotografías de juventud de los residentes, para tratar de encontrar en quienes fueron algo de lo que son hoy. Y su conclusión, por más animoso que intente ser con ellos, suele ser la misma: ¿Esto es realmente lo que nos espera a todos, sin excepción? ¿No hay un desvío, una bifurcación, un itinerario paralelo?
Todos los lectores querríamos, en todo caso, contar con alguien como Michka cerca, la que adivinamos que sería cuando acogió a Marie las primeras veces y también, y sobre todo, la que fue al final. En su vejez, como en la de cualquiera, hay miedo a perder la lucidez, algunos secretos y una capacidad cada vez menor de esconder las emociones, pero reinó una bondad luminosa que los personajes de Marie y Jerôme tendrán la sensibilidad de apreciar (y de Vigan, que conoció a la figura inspiradora, la de transmitir).