Quien sabe del horror está al tanto de que no se trata de un estado específico de la noche.
Pilar Adón es autora de una obra extensa desde hace más de veinte años (El mes más cruel, La vida sumergida, Da dolor, Las efímeras, Las órdenes), pero muchos hemos llegado a ella a raíz de De bestias y aves, la última de sus novelas, publicada el pasado 2022 en Galaxia Gutenberg, que ha recibido el Premio de la Crítica en castellano, el Francisco Umbral al Libro del Año y el Premio Cálamo Otra Mirada y que le ha valido a su autora el Nacional de Narrativa.
Tienen en común, esos textos, una visión implacable de la vida, abierta al misterio pero, sobre todo, a las sensaciones claustrofóbicas, y un manejo de la extrañeza y la ambigüedad que se extiende al conjunto de sus tramas, y no a determinados episodios; así ocurre, también, en De bestias y aves, una novela narrada desde el aparente realismo, donde no tienen cabida ni sucesos ni personajes que, de entrada, pudiéramos calificar como fantasiosos, pero que nos sume continuamente en la duda en torno a nuestra interpretación de lo leído, la cordura de la protagonista, los puntos de inicio y fin de su viaje o la perversidad o inocencia de la convivencia allí donde se encuentra.
Coro es pintora y en un cambio de estación, al final del verano -momento que aquí se nos presenta propicio a desestabilizarnos, como algunos vientos-, emprende viaje en coche, sin móvil ni llaves, sin rumbo concreto, pero con retratos de su hermana, ahogada, en el maletero. Tras horas conduciendo, sumida en pensamientos desorientados, está a punto de quedarse sin gasolina y acaba aparcando frente a una casa aislada imposible de ubicar para ella y para el lector. Ante un mínimo anuncio de ayuda con el combustible, entra en la vivienda, que sabremos que se llama Betania y que habitan varias mujeres, de distintas edades y labores; algunas, las que parecen llevar la voz cantante, poco interesadas en dejarle salir, como si el haber aparecido frente a su puerta fuera una señal del destino. Incluso tendremos la sensación de que la conocen, por más que a veces la llamen la nueva.
Trata Coro de no vestirse como ellas, todas iguales, y de no acompañarlas en sus salidas, aunque le venga bien el aire, como ejercicio de resistencia y para no desatender, ni siquiera hacia ella misma, su deseo de escapar; pero el paso de los días, la confusión y la dependencia de sus compañeras van mitigando sus defensas y acentuando un cierto sentido de pertenencia a una comunidad que aparenta compartir ritos y cultos, quién sabe si arcaicos; que se cuida aunque sea sin dulzura y que comparte su día a día con perros y cabras, también con la visión de una enorme roca que oculta el sol. Llegaremos a tener razonables sospechas de que Betania no les pertenece, al ser reclamada por un individuo llamado Tobías Mos, que en principio la protagonista tiene por su salvador y que acabará teniendo inquietante final; en todo caso, el centro narrativo de esta historia es ese proceso de Coro, de adaptación primero y de inmersión después, en una colectividad reglada -ya presente en relatos anteriores de Adón- cuyas maneras, horarios y restricciones tendrá que asumir, venciendo el que en principio es el primero de sus propósitos, uno individual: marcharse.
No se trata de un proceso armónico ni dulce, sino angustioso hasta los últimos compases, tanto por la cerrazón de su entorno a la salida voluntaria como por el estado de la mujer, agotada mentalmente, casi obsesionada con mantener el control de cuanto la rodea e incapaz de hacerlo, y de tomar decisiones prácticas. Mientras las aves del título sobrevuelan sus cabezas, ella hallará en la casa y en el lago que establece las fronteras de su terreno un lugar del que formar parte, en el que dar asiento a su pensamiento, pero las páginas, el tiempo, hasta llegar a aquel momento será más una guerra fría que un camino espiritual, pese a que tanto el agua como los elementos naturales ejerzan distintos roles simbólicos.
Esta novela tiene tanto de viaje iniciático como de relato de terror, de fábula en la que la individualidad es apaciguada, la pérdida nunca deja de experimentarse y la soledad y la culpa se viven en compañía pero nunca se pierden.