Nadie quiere la noche

26/11/2015

Nadie quiere la nocheEl personaje que interpreta Juliette Binoche en Nadie quiere la noche, la última de Isabel Coixet que este viernes se estrena en cines, comienza desenvolviéndose con enorme frialdad (y capricho y egoísmo), a tono con el paisaje ártico donde se ambienta la película, y termina cediendo a la calidez del carácter de sus habitantes.

Encarna a Josephine, esposa de Robert Peary, explorador incansable obsesionado por los descubrimientos que no llega a aparecer en el filme pero que es el centro de los sentimientos y las acciones de sus dos mujeres protagonistas: Josephine, que sigue sus pasos para compartir con él el instante de descubrir el Polo Norte arriesgando más vidas que la suya propia, y Allaka, la sencilla mujer inuit que Peary ha dejado embarazada. La altiva esposa la rechaza en inicio como quien desprecia a un bárbaro hasta que el tiempo, y sobre todo la llegada del inclemente invierno, les hacen compartir primero cabaña y luego iglú, comida escasa y finalmente ternura hacia el recién nacido.

En un paisaje que sumerge la historia en una atmósfera épica, somos testigos del deshilachamiento progresivo de la soberbia de Josephine, primero por necesidad y luego por el afecto verdadero hacia una Allaka que no conoce las posesiones, y por eso no entiende de egoísmo, y también de su camino de madurez: comienza cazando osos divertida (uno de los primeros planos a recordar es el de la sangre del animal atravesando la nieve) y termina maltrecha y desvalida, necesitada de la ayuda ajena y enseñada por una naturaleza que tampoco atiende a egos.

Otra posible lectura de Nadie quiere la noche es la que podría hacerse desde una perspectiva feminista: dos mujeres se enfrentan a la muerte por frío y hambre, y ponen en esa situación a un hijo, a la espera de la llegada de un hombre que solo pensó en sí mismo a la hora de marchar al Polo durante meses. De ahí que el nombre que Allaka diese al niño significara “el hijo de dos madres”. El grueso de los sentimientos de la película, que son su eje y se nos muestran sin pudor, los ponen sobre la mesa ellas dos, aunque merece también mención el personaje del guía de Josephine, que se refugia en el paisaje puro del Ártico para escapar de los hombres y que trata sin éxito de hacerle entrar en razón.

El paisaje, además de aportar a la película una belleza imposible de negar, es el idóneo como traslación exterior de esas emociones que mueven la trama (soledad, miedo al fin, a la locura, el frío por dentro que es el de fuera) y supone el contrapunto minimalista, enorme y vacío, al torrente de sensaciones íntimas que sacuden a una Josephine que se hace cada vez más pequeña. Lo que en principio parecía para ella un viaje de trámite terminó siendo un viaje iniciático.

 

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