Mi obra maestra: necios, valores y precios

16/11/2018

Gaston Duprat. Mi obra maestraMuchos recordaréis ese ejercicio de ingenio con el que hace un par de años nos sorprendió el director argentino Gaston Duprat (entonces junto a Mariano Cohn), Ciudadano ilustre: la historia de un Nóbel de Literatura que regresa a su pueblo natal para ofrecer unas charlas y ser homenajeado, y sale de allí, de Salas, esquilmado por las envidias, el cotilleo… y por no perder su independencia personal.

Algo hay del carácter libre de aquel escritor, de su poca querencia por las hipocresías y las loas sociales que solo llegan cuando hay éxito, en el protagonista de su última película, desde hoy en nuestros cines: Mi obra maestra. Renzo (Luis Brandoni) es un pintor ya maduro en horas bajas (solo en cuanto a reconocimiento y ventas, no en cuanto a calidad), que tiene cada vez más dificultades para pagar el alquiler, pero no por ello está dispuesto a trabajar por encargo en obras en las que tenga que pervertir su alma y su estilo. La crítica ya no le adora (ni él a ella), su joven y frívola novia deja de soportarlo y solo se mantiene a su lado, pese a las discusiones continuas, su galerista fiel, el que le ha acompañado siempre, Arturo (Guillermo Francella).

Con él nos adentramos en el drama vital de Renzo, con el gancho irresistible de saber que este marchante, además de tratar a sus artistas como un padre, compañero, amigo y empleador, es un asesino. Nos lo anuncia subido en un cochazo mientras recorre Buenos Aires elogiando su belleza decadente en la que no hay cursileria, y ya empezamos a atisbar en él a un amante de la buena vida, que conjuga su materialismo con el cultivo de la generosidad. Expone y vende lo incomprensible, lo que necesita de muchas palabras para llegar al público, pero aunque tenga que moverse en un universo donde dinero y talento no son compañeros, sabe distinguir que es la obra del cascarrabias Renzo, al que le importa crear y no ser halagado, la que tiene verdaderamente peso artístico, la que probablemente perdurará. Una y otra vez apremia al pintor a que trate de modernizarse, de responder a los gustos del momento y de socializar, dejándose ver y acudiendo a inauguraciones; una y otra vez, el artista se niega y su relación, en el fondo, no solo no merma por eso, sino que crece en respeto.

La autenticidad, tan falsamente alabada en otros autores que no la manejan, a él lo deja en la calle: debe a su casero demasiadas mensualidades. Pero aunque no tenga ya taller, no deja Renzo de crear: su banquete en un restaurante caro, al que anuncia, antes de pedir otro vaso de grapa, que no va a pagar la cuenta para cobrarse una mínima parte de lo que la sociedad le debe por sus aportaciones pictóricas, resulta una evidente y brillante performance… que antecede su atropello. En el hospital lo asiste, cómo no, ese galerista que no lo ha abandonado, y que se relaciona con él de forma compleja y dual: lo ve como amigo, pero también como fuente de ingresos.

Y es también un visionario: Arturo sabe que su muerte podría traer una revalorización inmensa de sus obras, así que ambos acuerdan, primero una venta cuestionable del conjunto de su producción para hacer frente a la deuda que el pintor tiene con su galerista, y después el fingimiento de su fallecimiento, de modo que continuamente aparezcan nuevas pinturas del artista tristemente muerto. Se convierte ahora sí en un genio cotizado, tan irreverente que decide filmarse en un vídeo, destinado a exhibirse póstumamente, en el que decir un puñado de verdades sobre los que aman la cultura por postureo y esnobismo, sobre el futuro negro que nos espera mientras disfrutemos viendo a veintidós millonarios detrás de un balón, sobre nuestra condición de primates y sobre el pesimismo: yo soy muy pesimista, pero por eso muy optimista, porque los extremos se tocan, afirma.

La obra maestra de este autor no fue, como intuiréis, ninguna de sus pinturas, sino una vida que vivió como quiso, siendo bien consciente de lo que podía esperar de sí mismo y de los demás. La irrupción en la película del joven artista español que acude a tomar clases de él (Raúl Arévalo) nos ayuda a comprenderlo, y de su mano llega alguno de los momentos estelares del filme: el chico acude a recibir sus clases y Renzo le pide, sucesivamente, que observe durante horas un cuarto lleno de trastos; después que lo vacíe y por último, que lo vuelva a colocar como estaba al principio. El estudiante, confundido pero minucioso, sigue sus dictados al pie de la letra: es entonces cuando el pintor le da el consejo de su vida, diciéndole que es demasiado riguroso, metódico y disciplinado para dedicarse al arte.

Estamos ante un filme tragicómico –no cruel como The Square– que se ríe de los esnobismos propios del mercado del arte actual y de su crítica, pero que cuenta con la suficiente finura como para no realizarla desde el trazo grueso, rechazando la creación contemporánea al peso: apunta selectivamente a la ridiculez de esos que se creen especiales por trabajar en este mundo y no en otros, aunque no estén aportando nada valioso, ni desde la obra ni desde la palabra. También hacia aquellos que son mecenas para mejorar su imagen y que no tienen, sin embargo, ninguna intención de aproximar su vida hacia la autenticidad… que es arte.

Otra de las virtudes de esta película es su tratamiento de la amistad entre pintor y galerista, con ciertos ecos en su comicidad trágica hacia la que en los sesenta desplegaron Matthau y Jack Lemmon. Mantener esa lealtad mutua a prueba de fraudes, los propios y los ajenos, es otra forma de arte.

Gaston Duprat. Mi obra maestra

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