No llovía, diluviaba en el inicio de Rashomon. El bosque ensangrentado, y tres hombres se resguardaban bajo la puerta casi en ruinas de esa ciudad, Rashomon. Se trataba de un leñador (Takashi Shimura), un monje budista (Minoru Chiaki) y un probable burgués (Kichijiro Ueda).
Leñador y monje insinúan que algo terrible ha ocurrido y el burgués, al que llamaremos tercer hombre, les anima a contarlo. Ellos describen lo que han visto con sus propios ojos o lo que han escuchado en un proceso judicial en el que han tenido que declarar, pero sus relatos no nos dejan sacar conclusiones sobre los hechos en cuestión. Averiguaremos que los sucesos probados son estos: un samurái (Masayuki Mori) ha aparecido muerto en el bosque, mientras su esposa (Machiko Kyô) ha sido violada por el bandido Tajomaru (Toshirô Mifune). Pero, a partir de ahí, todo son dudas: desconocemos si el bandido también asesinó al samurái, si lo mató su mujer o si se trató de un suicidio.
Los flash-backs recrean lo sucedido en el bosque en cuatro ocasiones desde distintos enfoques: desde el punto de vista del bandido, de la mujer, del fallecido (que se comunica a través de una médium) y del leñador, y la historia, claro, es distinta cada vez. En cada relato varían los malvados y quienes se comportan éticamente.
Rashomon fue, en su momento, un bombazo, en muchos sentidos. Rodada hace justo setenta años, se exhibió en el Festival de Venecia en 1951 y el público (occidental) quedó sorprendido por este ejemplo de cinematografía fascinante procedente de un país cuyos filmes apenas habían sido, hasta entonces, tenidos en cuenta; en ese sentido, Rashomon, con su premio veneciano, marcó un antes y un después en la historia cinematográfica nipona. Pero hay más: el propio director, Akira Kurosawa, desconocía que su obra se presentaba al certamen y pensaba que no tenía opciones de alzarse con ningún galardón, dadas las opiniones escépticas a las que se había enfrentado durante la fase de preproducción. Y no solo triunfaría en Italia: también obtuvo un Óscar a la mejor película extranjera, en 1952.
Pero volvamos al público, que hasta entonces no había visto, en definitiva, ninguna película comparable. Se trataba teóricamente de una historia de crímenes que negaba, por todas las vías posibles, la posibilidad de solucionar los misterios que tras ellos subyacían; una historia cuya trama presentaba, como mínimo, tres versiones falsas y, como mucho, una verdadera (aunque también existía la opción de que ninguna lo fuera). Además, hasta el desenlace no podríamos saber cuál era cuál.
En 1950 (no tanto hoy, aunque a veces también) este recurso causaba confusión. Pero, pese a todo, Rashomon llega a nosotros como un filme policiaco y en todo momento se anima al espectador a atisbar qué ha ocurrido en realidad. En los flash-backs que recrean el proceso judicial ni se ve ni se oye a ningún juez y los testigos se dirigen directamente a la cámara, de modo que la responsabilidad de distinguir lo falso y lo verdadero recae justamente en el público.
Sin embargo, el filme es esencialmente una película sobre las personas, sobre nuestra vanidad y nuestra relación más que compleja con la verdad. Decía Kurosawa que no somos capaces de ser sinceros con nosotros mismos ni tampoco de hablar de nuestros asuntos sin maquillar los hechos. Por eso, literalmente en sus palabras, esta película es como un rollo de papel que, al desenrollarse, revela el Yo interior.
Nos encontramos ante una parábola sombría: no es casual que la cinta se ambiente en el siglo XII, una era marcada en Japón por los enfrentamientos entre señores feudales y por la decadencia política y cultural.
Desde nuestra perspectiva actual, Rashomon también resulta fascinante en lo relativo a su desarrollo formal. Se articula en tres niveles temporales y espaciales: en el presente narrativo, bajo la puerta de la ciudad en pleno diluvio; durante el juicio que ha tenido lugar algo antes y, tres días atrás, en el bosque. Esa estructura de la trama, sumada a la fotografía en blanco y negro muy esteticista y de contrastes intensos y a las interpretaciones expresivas de los actores (con ecos teatrales, en su acentuada gestualidad), convierte a Rashomon en una obra maestra tan rara como seductora.