En El Padrino las palabras mafia o Cosa Nostra no llegan a pronunciarse nunca, porque no llega a hacerse necesario: Francis Ford Coppola logró contarnos una historia épica desde el centro mismo del terreno menos épico, el del crimen organizado. Y porque ese concepto se define con otro término, que en el tiempo se ha hecho más significativo: el de Familia, tanto que Mario Puzo, el autor de la novela de 1969 que dio pie a la película y uno de sus guionistas, explicó que la suya, de hecho, no era una trama sobre delincuentes, sino ante todo sobre una estirpe.
Como ocurre tantas veces, es fruto de muchas casualidades y cambios de rumbo que El Padrino, que ha cumplido medio siglo, sea tal y como hoy lo conocemos: Coppola, en un principio, no quiso ser el director de esta obra porque había leído previamente la novela sin demasiada atención y le había parecido una suerte de thriller sobre el hampa sin mayores pretensiones. Se dio el tiempo para dar marcha atrás en el error y reconsideró su decisión por varias razones, entre otras, justamente y según ha explicado, por no haber descubierto antes el lado familiar de esta historia, que terminó por fascinarlo.
Por todo ello, no es casual que el filme comience y acabe con dos celebraciones de carácter siempre familiar: una boda y un bautizo. En la primera, se festeja por todo lo alto el enlace de Connie Corleone (interpretada por Talia Shire) y Carlo Rizzi (Gianni Russo); en el jardín del clan toca una orquesta y los invitados se reúnen en la pista de baile, comen, bromean, se brinda por la felicidad de la novia, los niños corretean. Fuera de la propiedad, sin embargo, hay alguien trabajando: agentes del FBI apuntan las matrículas de los coches de los asistentes.
Vito Corleone (Marlon Brando) es el padre de la recién casada y uno de los cinco Don de la comunidad italiana residente en Nueva York; por eso quienes disfrutan de la ceremonia son ilustres. Una tradición reza que no puede rechazar ninguna petición el día de la boda de su hija y en un aparte, rodeado de sus hijos y de gente de confianza, lo vemos acomodarse en su despacho con las persianas bajadas. La luz ámbar de la escena, y su propia pose, que infunde respeto, sugieren dignidad y poder; valiéndose de una actitud paternalista, se encuentra concediendo audiencia a quienes le demandan favores: escucha sus peticiones, acepta sus cumplidos y sus buenos deseos.
Estas escenas nos transmiten calidez (e intereses), como todas las que domina Brando como El Padrino Corleone; el color perderá intensidad cuando su hijo Michael (Al Pacino), autor de dos asesinatos, se nos muestre refugiándose en el antiguo hogar de los suyos en Sicilia, entonces quemada por el sol. Buscando llevar una vida por fin respetable, había tomado distancias respecto a su familia, pero aun así sus intenciones serán en vano y terminará convirtiéndose en el instigador de un gran baño de sangre. Las imágenes serán entonces de un tono azul muy frío.
La causa que desencadena la violencia, siempre tan difusa, es la decisión de Vito de negar a Virgil Sollozzo (Al Lettieri) ayuda en el negocio de drogas que él dirige; Sonny (James Caan), otro hijo del Don, no está de acuerdo, lo que llevará a Sollozzo a intentar matar al padre, eliminar al Padrino. No será fácil: sobrevive a cinco disparos y Michael, como decíamos voluntariamente alejado de estos asuntos negros, queda consternado. Al no haberse implicado, está libre de sospecha y es convocado a una mesa de negociaciones, oportunidad que aprovecha para asesinar a Sollozzo y, de paso, a un policía corrupto: McCluskey (Sterling Hayden). Tras todo ello, vuelve de nuevo a Sicilia sin comunicárselo a su prometida, nada menos que Diane Keaton, la inolvidable y abandonada Kay.
Allí, en la tierra de sus antepasados, Michael se endurece. Se enamora y pide la mano de su nueva novia, pero los tentáculos de la mafia llegarán hasta su joven esposa, Apollonia, que fallece por error en un atentado del que él iba a ser destinatario. Entretanto, en Nueva York continúa la guerra subterránea: Sonny será su próxima víctima y su muerte deja a Vito Corleone muy afectado, pero renuncia a la venganza para poner fin a la cadena de asesinatos. Vuelve entonces Michael a Estados Unidos, para contraer, ahora sí, matrimonio con Kay, maestra en su ausencia.
En los ojos del pequeño de la familia aprecia cualquiera su frialdad: consciente de que los viejos conflictos permanecen, planea el golpe final. Mientras está en la iglesia ejerciendo como padrino en el bautizo de su sobrino, sus enemigos, veremos, son eliminados; también Carlo, el marido de Connie, que se encontraría detrás de la trampa que fue mortal para Sonny. Ante la furia de su hermana, y las preguntas comprometedoras de Kay, el personaje de Pacino niega su responsabilidad en lo ocurrido antes de ser saludado y respetado, por sus subordinados, como nuevo Don.
El espectador del primer Padrino recuerda la inteligencia de Coppola en la escenificación del poder, pero también escenas brutalmente violentas: las balas que acaban con Sonny, la cabeza cercenada de un caballo en la cama de Jack Woltz, productor cinematográfico; el disparo en las gafas de Moe Greene, copropietario de un casino; y, desde luego, la devastación final.
Son, sin embargo, secuencias muy dramáticas pero breves en comparación con las escenas familiares: los negocios de Corleone, las coacciones y los asesinatos, siempre se desarrollan fuera de ese ámbito, y para subrayar esa circunstancia a menudo estos hechos se relacionan con viajes y desplazamientos en coche. Salir del núcleo íntimo implica riesgos; de hecho, el intento de acabar con Vito se produce justo cuando este decide detenerse a comprar fruta, y Sonny, de carácter impulsivo, muere tras abandonar con prisas el búnker familiar.
Por el contrario, Michael, por más que se aleje de casa, no logra escapar a los asuntos de su saga: le gustaría considerarse independiente, pero en realidad es una víctima de las tradiciones, una especie de muñeco del destino. No dejan lugar a dudas ni el cartel de la película ni la portada de la novela.
Volviendo a ese texto, por cierto, Puzo la escribió por encargo y sin mucho fervor (como Coppola la leyó). Y otro de los aciertos de la película, la elección de Marlon Brando como protagonista, tampoco estuvo clara desde el principio: los estudios pusieron peros. En aquel momento, la carrera de este actor vivía horas bajas: sus triunfos de los cincuenta (Un tranvía llamado deseo) devinieron fracasos de público en los sesenta, cuando, además, comenzó a adquirir mala fama por su carácter exigente y caprichoso. Esta cinta, y la controvertida El último tango en París, revirtieron al principio de los setenta esa situación y le valieron, cada una, una candidatura al Óscar.
Lo logró justamente por El Padrino, pero, como es sabido, rechazó el premio por razones políticas.