Paradójicamente es tanto lo que puede decirse del silencio, y tan contradictorio, que es fácil tener la sensación de que de él no merece la pena contar nada. Hacen frente al reto y navegan en casi todas sus ambigüedades Juan Mayorga y Blanca Portillo, en Silencio, la obra teatral en la que el primero ha hecho carne de escenario el discurso que pronunció en su ingreso en la Real Academia Española, en 2019.
Tras su éxito indiscutible en Madrid (en el Teatro Español, agotó entradas semanas antes de finalizar su tiempo en cartelera), el montaje se encuentra ahora de gira por varias provincias españolas, convirtiendo al público en cómplice de una actriz que aceptó interpretar el rol del académico en esa cita, sin querer queriendo. Siempre sin compañía, comienza presentándose como alter ego de aquel para, paulatinamente, hacer suyo su texto, reivindicando que el teatro no es solo el arte de las palabras y sus ausencias, sino también el de los actores que sobre las tablas las dotan de ritmo y de una sensibilidad nueva.
En la piel de Mayorga, repasa Portillo lo mucho que podemos decir cuando callamos: cómo hay silencios que transforman lo expresado antes y después; prudentes y cobardes; algunos son densos, los mantenidos ante los niños (porque hay ropa tendida) y otros conducen al arrepentimiento, tanto o más que según que palabras. Y ya en sus propios zapatos, en un ejercicio de metateatro tan sobrio como admirable, se apropia de los textos que el autor mencionó en su conferencia para probar que a veces el silencio es respuesta o consecuencia del ejercicio del poder (Antígona, La casa de Bernarda Alba), que puede comunicar más que muchas palabras, cuando estas son relleno (El jardín de los cerezos y otras obras de Chéjov); que quizá en él se sumerjan solo algunos personajes, mientras la conversación es terreno de otros y del espectador (La vida es sueño) o que, en otras ocasiones, alguien necesita imperiosamente romperlo (El gran inquisidor de Los hermanos Karamazov).
Basta que nos lo impongan para que queramos hablar (Sancho y El Quijote), se torna necesario para comprender la vacuidad y el carácter mecánico de tantas de nuestras conversaciones (Beckett) o guarda el enigma y la muerte (Hamlet).
Solo algunos cambios de luces y de sonido, que la misma Portillo introduce, y un uso creativo de un mobiliario y un vestuario básicos, que también ella realiza, son los elementos externos empleados para trasladarnos a esas obras emblemáticas; el resto, todo, lo logra la genialidad sin peros de esta intérprete, que únicamente necesita de un buen texto para crear no uno, sino varios mundos, en un hueco (parafraseando al propio Mayorga). Nada más que ella es necesario para nuestra sugestión.
Las esencias del teatro y del lenguaje se cobijan en esta pieza, en la que el dramaturgo es ocasionalmente parodiado, como también lo son nuestras palabras vanas y algunos silenciosos vergonzosos; la que es ensalzada es la propia escena, no por sublimar la vida, sino por compartir con ella lo grande y lo mísero. De un blanco, el silencio provocado por el olvido del guion en la jerga de los actores, el análogo vacío y el no saber qué camino tomar fuera de las tablas, puede nacer un mundo nuevo que nunca hubiera asomado si todo funcionara según lo previsto.