Algunos quizá recordéis la Guerra de Abjasia del 92-93, o quizá no, porque tuvo en la Guerra de Osetia del Sur de 2008 una especie de segunda parte; la actual Guerra de Ucrania, con las debidas distancias, parece una réplica a tiro de piedra y los conflictos por el territorio en las que fueran repúblicas soviéticas parecen un mal sueño, sangriento y sin final a la vista, en el que sujetos y fechas se nos confunden.
En aquella guerra, que podría ser cualquier otra, se ambienta Mandarinas, la película que Georgia presentó a la última edición de los Óscars, que logró ser nominada como Mejor Película Extranjera, y que supone un canto al sentido común, al valor de la ayuda y al entendimiento. Dirigida por Zaza Urushadze, la protagoniza Ivo (Lembit Ulfsak), un agricultor estonio-curiosamente, este actor también lo es-que no ha huido de la región pese a la cercanía del conflicto, y que, por generosidad y coincidencias del destino, acoge en su casa, y salva la vida, a dos combatientes moribundos y rivales: un checheno y un georgiano.
Sin caer del todo en un tono de fábula con moraleja moral, aunque su historia tiene algo de parábola religiosa, este agricultor, que nos transmite una enorme dignidad (Nadie mata a nadie bajo mi techo a no ser que yo lo diga), logra que los enemigos primero renuncien a asesinarse mientras están convalecientes, después prometan que no se matarán en su casa, y finalmente…consigue, sin dar lecciones y predicando sólo con el ejemplo, que tampoco lo hagan fuera. Pero ahí no acaban las dificultades y ese no es el fin de la historia.
Mandarinas (os encantará la razón del título) tiene algo de western, aunque no lo es, y tampoco se trata de una película bélica al uso: se desarrolla únicamente en el interior e inmediato exterior de una casa aislada en el bosque, sobria y austera, como los diálogos y el conjunto del filme, pero tan acogedora como su dueño. La imagen de la nieta de Ivo, que capta la atención de los combatientes, simboliza seguramente su conexión, no del todo perdida, con la vida pura y sin conflicto.
La narración es simple y a la vez rica, por los toques de humor bien elegidos en los momentos justos y la moderación enorme en la palabrería. La expresividad de los rostros y la fotografía-cuyo uso de la luz alude a la psicología de los personajes y al tono ligero o grave de cada escena-hacen el resto. Conmovedora y oportuna.