Cuando, hace algunos años, Svetlana Alexievich explicó que su próximo libro, nuevamente basado en la conversación, trataría sobre el amor, algunos levantamos las cejas. Parecía una completa vuelta de tuerca en su trayectoria, dedicada a profundizar de primera mano en las vivencias de los supervivientes de Chernóbil, de la II Guerra Mundial y de la de Afganistán; también de la represión en el tiempo más duro de la Unión Soviética. Y, sin embargo, hemos sabido -ella misma lo ha contado- que no es en absoluto reciente la idea de trabajar en ese volumen y que surgió mientras realizaba las entrevistas que materializó en sus obras anteriores: pocos eran, entre sus interlocutores, quienes introducían en sus relatos la preocupación por su propia felicidad y quienes hablaban justamente de amor, como si el ejercicio de soportar las durezas hubiese anulado la idea de compartir lo que, individualmente, deseaban o sus relaciones personales.
Cuenta Masha Gessen en El futuro es historia. Rusia y el regreso del totalitarismo (Turner, 2018) que, en tiempo soviético y, por arrastre, en parte aún hoy, mientras progresaban en la URSS los estudios científicos o ingenieriles apenas se fomentaba el aprendizaje de la sociología o la psicología, quedando por tanto reducido al ámbito muy particular el cuestionamiento sobre la propia personalidad o las derivas de la opinión pública, una circunstancia seguramente habitual en los regímenes autoritarios de largo recorrido y quizá relacionada, entre otros tantos factores, con que los asuntos íntimos, las preocupaciones personales, se relegaran en muchas conversaciones.
Ese libro de la autora de Voces de Chernóbil (su título provisional, al menos hace unos años, era La felicidad es un ciervo mágico que siempre estamos cazando) aún no ha llegado a nuestras manos, pero sí tenemos disponible una suerte de anticipo que, además, nos sirve para conocer los métodos de trabajo de la Nobel nacida en Ucrania: la franqueza de su atención cuando charla y su mirada de interés humano, por más que medie entre ella y sus entrevistados una grabadora y que la razón de ser de aquellos testimonios sea la de convertirse en material literario, también intrahistórico. Se trata del documental Lyubov: Amor en ruso, que dirige Staffan Julén junto a la propia Alexievich y que se filmó en 2018; podemos verlo en Filmin.
Junto a breves reflexiones de la escritora -que, en un momento dado, nos permite entrar en su despacho y atisbar, casi fusionándose con la pared, un retrato de Dostoyevski-, asistimos a sus conversaciones con once personas, en edades y circunstancias muy distintas y en apariencia conocidas previamente por ella, en la mayoría de los casos. Siete son mujeres, cuatro hombres y, salvo una joven y una pareja de veinteañeros que ya han formado una familia, el resto atesoran vida y experiencias suficientes para hablar de cuando amaron y de cuando todo naufragó; lo hacen con distintos grados de apasionamiento o de aceptación en función de cuán cercanas en el tiempo sean sus vivencias y lo cierto es que, con mayor o menor preámbulo, exponen abiertamente sus emociones guiados por una Alexievich que nunca juzga. Cuenta con el inmenso talento de hablar y callar en los momentos oportunos; cualquier asiduo a los programas de entrevistas de ahora y de antes sabe que no es una virtud común.
Llamativamente, la mayoría de las personas con las que conversa, nacidas en Rusia o en países que fueron de la URSS, desarrollan profesiones más o menos liberales, humanistas (un pintor, un diseñador de moda, una socióloga, una maestra, otra artista); es difícil elucubrar si sus inquietudes les llevan a explicar sus sentimientos, o a teorizar sobre ellos, de manera distinta a otros, así que solo lo señalaremos sin deducir conclusiones. Pero el testimonio que vertebra el filme, por narrársenos intercalando en su relato el resto y porque tiene un cariz épico por más que sea personalísimo, es el del pintor que mencionábamos: tras romper y recomenzar varias veces con su pareja, adoptar como propia a una hija solo de ella con parálisis cerebral y casarse, fue abandonado (rechazó la oferta de formar parte de un matrimonio abierto) y decidió ocuparse él mismo de la muchacha enferma, volcando en ella sus atenciones y ternuras el resto de su vida.
En más de una ocasión las circunstancias sociales en la antigua Unión Soviética tuvieron un peso relevante en estas historias: una de las parejas que Alexievich nos presenta se rompió porque el novio, un anterior agente de la KGB que no supo dejar a un lado el uniforme gris ni real ni metafóricamente, no soportaba la libertad de costumbres de su mujer (decía sentirse literalmente asqueado ante su carácter alegre ante los demás).
Anuncia la escritora que, tras su publicación sobre el amor a través de quienes lo intuyen, lo conocen o lo perdieron, llegará otro sobre la vejez y la muerte. Quizá sea un modo de cerrar un círculo, de abordar desde una perspectiva personal lo que fue objeto de martirio o de honra; contaba en una entrevista de 2018 a Letras Libres que, en su infancia, todas las conversaciones giraban siempre alrededor de la muerte y de la patria. Las cosas importantes y humanas no eran tema de conversación. A medida que el tiempo pasaba, sucedía lo mismo. A pesar de que la gente, obviamente, amaba, vivía. Pero esto nunca llegó a ser… una filosofía de la vida. Dependía de cada individuo abrirse paso y llegar a ese sentido, todos los días. Esta no era ni la filosofía de la sociedad ni la de un individuo. Siempre había algo más importante. Algo que estaba por encima de la gente. Algo parecido a un esfuerzo, a un sacrificio. Algo para lo que siempre tenías que estar preparado. Así, cuando terminé esa serie de libros –cuando la utopía sufrió su derrota, cuando acabamos rodeados de escombros– empecé a sentir que quería escribir sobre lo que de verdad éramos, pero desde otro punto de vista.