Hace cinco años Belén Funes presentaba en cines su primer largo, La hija de un ladrón; lo protagonizaba Greta Fernández como una joven que, rondando la veintena, había conocido ya un terrible friso de reveses: inmersa en una familia para la que el adjetivo desestructurada era un eufemismo, debía sacar adelante a su hijo, a su hermano pequeño (y a sí misma) en la más completa soledad y sin medios económicos. Ni en una sola de sus secuencias permitía Funes que esa película no respirara austeridad y tristeza.
Su segunda obra, ahora en salas, viene a consolidar sus inquietudes y su estilo, aunque plantee diferencias, comenzando por algunos instantes para la amabilidad: en forma de reuniones familiares y de vida rural. Se llama Los tortuga, nombre dado a quienes hace unas décadas emigraban desde el sur a las regiones industrializadas del norte llevando todo a cuestas. Lo hicieron los padres de Anabel (Elvira Lara), desde Jaén hasta Barcelona, buscando un lugar con el que identificarse y en el que trabajar, pero no fue fácil: él ha muerto y ella, de origen chileno (Antonia Zegers), se emplea duramente como taxista para hacerse cargo de los estudios y del mantenimiento mismo de su hija, que acude en sus vacaciones a Andalucía.
Adivinaremos pronto que algo no va bien entre madre e hija y, algo más tarde, que el duelo por la muerte abrupta del padre y marido tiene que ver en sus distancias: las dificultades económicas, la inestabilidad de su trabajo y, enseguida, la expulsión de las dos del piso de alquiler que habitaban impedirán al personaje que interpreta Zegers con toda lucidez asumir la ausencia y reconocer abiertamente su tristeza.
Las dos actrices, que encarnan en la película dos modos casi opuestos de hacer frente a las carencias y la muerte, aportan un enorme vigor interpretativo a la obra de Funes; el de Zegers estaba ya acreditado y Lara demuestra un vuelo impropio de una actriz debutante. Sus pesares son constantes -los pasados anhelos de salir adelante casi se convierten en pasos hacia un hundimiento futuro- y contiene esta película algunas de las secuencias más tristes que quizá encontremos en el cine español reciente, como aquella en la que Anabel trata de recuperar las cenizas de su padre bajo un olivo antes de vender la tierra que de él heredó, obligada por las circunstancias. Sin embargo, como apuntamos y a diferencia de lo visto en La hija de un ladrón, también hay resquicios luminosos: los que proporcionan las familias amplias, los niños pequeños, el trabajo de todos en el campo y el disfrute de sus frutos. Lo perdido.
Es cierto que el regreso al campo desde la ciudad, contemplado el primero de forma más o menos idealizada y la segunda casi como una apisonadora de la alegría, se ha convertido desde hace unos años en tema recurrente –Los tortuga coincide en la cartelera con Una quinta portuguesa y con Lo que queda de ti; en la trama de esta última, una joven pianista regresaba a su pueblo, también tras la muerte de su padre, para buscar en un primer momento mantener la vida que aquel llevó y después desistir-. Pero no lo es menos que tampoco se ha abordado tanto (desde clásicos como Surcos o La piel quemada) qué fue de la suerte de quienes masivamente migraron del campo a la ciudad sobre todo entre los sesenta y los ochenta, teniendo en cuenta la escala y las repercusiones de esos desplazamientos internos.
Funes se asienta en unos temas de vocación social y en una estética muy apegada a lo cotidiano y humilde, que son su sello; quizá en Los tortuga esos intereses los conduce hacia demasiadas direcciones difíciles de abarcar (la crisis de la vivienda, la precariedad laboral, las dificultades económicas para estudiar, las que hoy experimentan quienes viven en el campo). En todo caso, su película se hace fuerte en su guion valioso y en el trabajo de sus actrices.