Este año se cumple una década desde que llegara a cines Nebraska de Alexander Payne, el filme que convertía una carta-timo con la promesa de un millón de dólares en una muy válida excusa para reflexionar sobre las relaciones paternofiliales en tiempo de madurez de los hijos (y, de paso, para adentrar al espectador en las áreas rurales menos filmadas de Estados Unidos). Entre tierna y cruda, hacía referencia, como la mayor parte de la filmografía de ese director, a la búsqueda de las raíces y a su misma importancia, también y sobre todo cuando esos lazos parecen haberse vuelto líquidos.
Los mismos asuntos, solo aparentemente más diluidos, los aborda Payne en Los que se quedan, película ambientada en un internado elitista, de funcionamiento viciado, y en la Navidad de 1970. Si sus primeros compases nos presentan un centro bullicioso para estudiantes de familias favorecidas en el que normas y disciplinas se respetan fundamentalmente de cara a la galería, paulatinamente la trama va adelgazándose en su número de personajes para terminar centrándose en tres y ganando hondura: Paul Hunham (Paul Giamatti), profesor de Historia Antigua, cascarrabias y bebedor, pero honesto, que ha de quedar al cuidado del único alumno del colegio que no podrá pasar esas fiestas con su familia; Angus Tully (Dominic Sessa), este estudiante, inteligente y sumido en una situación familiar complicada; y Mary Lamb (Da’Vine Joy Randolph), la conserje del centro, que es viuda y acaba de perder a su hijo en la Guerra de Vietnam, y que los acompaña para mitigar su duelo.
El punto de partida, por tanto, no será el más propicio para celebraciones, dado que ninguno de los tres desearía estar allí y en esas condiciones: los conflictos entre profesor y alumno no tardan en surgir, por el tira y afloja entre la obligación de controlarlo del primero y la búsqueda de libertad del segundo, siendo el personaje de Mary Lamb quien trate de mediar y poner cordura; pero sus vulnerabilidades, su soledad y también un compartido sentido del humor terminan por unirlos hasta surgir entre ellos esa relación cálida, cercana a lo familiar, que el adolescente añora dado que, por razones que el espectador conocerá y que sumen al chico en la desorientación, no la ha encontrado en sus padres.
El argumento es sencillo, y el desenlace, hasta cierto punto previsible, pero Payne ha tenido aquí el talento de volver a teñir su obra de una ternura que atrapa al espectador desde las primeras secuencias, y que adivinamos muy difícil de lograr; y de incorporar capas de lectura a esta historia, al margen de la evolución y la amistad de Paul y Angus durante esas vacaciones de compañía obligada: son numerosas las alusiones a las desigualdades sociales que empañan la labor de un centro educativo (alumnos a quienes no se puede suspender por la inversión de sus padres en el colegio, y que llegarán así a las mejores universidades; el nulo reconocimiento de algunos chicos caprichosos a trabajos a priori poco seductores, como el de Mary Lamb; la presencia recurrente de quienes sirven, frente a quienes ensucian y rompen lo arreglado); ninguno de sus personajes, al margen de la simpatía que pueda suscitarnos, es ridiculizado, sino analizado y, en lo posible, comprendido; y el mencionado humor es aplicado aquí como continuo disolvente de los agravios y de los prejuicios.
Sin efectismos ni obviedades de guion (a cargo este de David Hemingson), y sin hacer hincapié en las heridas de los protagonistas pero tampoco llegando a ocultarlas, parece insistir Payne en que, aunque todos sufren, unos siempre lo hicieron y lo harán más que otros, porque el dolor les alcanzará primero; y en que la mirada clemente es una oportunidad para el reconocimiento del otro.