¿Hemos comenzado 2021 sumidos en La guerra de los mundos? Las opiniones sobre el origen de lo que llamamos ciencia ficción son (como las de casi todos los orígenes) muy dispares. Hay quien se remonta al siglo XVIII a.C, aludiendo al poema de Gilgamesh; para otros arranca en el siglo XIX europeo y americano y, para la mayoría, es sobre todo un género de nuestro tiempo.
El crítico Pierre Versins, en un libro que llamó 4.000 ans de science fiction, la hace arrancar del poema de Mesopotamia y, a través de Píndaro, Luciano, Marco Polo o Swift, la vincula con nuestros días; otros, más modestos, la asocian con las utopías clásicas: Moro, Campanella, Swift, Butler… para luego pasar a Julio Verne y H.G. Wells. Los hay amantes del rigor que fechan el inicio de la literatura de ficción en 1927, cuando Hugo Gernsback acuñó el término.
Parte de las dificultades de encontrar un origen preciso tienen que ver con hallar una buena definición del género. Pablo Cappana dijo que la ciencia ficción es la “literatura de la imaginación disciplinada”, disciplinada por la ciencia, pero esa suposición quizá sea atrevida, porque la ciencia ficción tiene poco de ciencia. Para hacer más complejo el asunto, en los sesenta del siglo pasado estalló en corrientes varias: la New-Thing Fiction, la New Wave Fiction o la Speculative Fiction.
Asimov comenzó la introducción a su antología Edad de Oro de la Ciencia Ficción diciendo que esta comenzó cuando John Campbell llegó a ser director de la revista Astounding Stories, en 1938, y que se desarrolló hasta 1950, pero no intentó abordar la definición. Sin esos límites cronológicos, muchos estudiosos sensatos ven esta materia como una rama de la literatura fantástica y a Edgar Allan Poe como su precedente imprescindible. Efectivamente, el autor de El cuervo jugó con la ciencia, e incluso a hacer ciencia, en sus primeros relatos policiales, puesto que la creencia en la ciencia iba ligada a la fe en la razón.
Así, la forma de pensar del caballero Dupin, también el primer detective, gira en torno a aquella: a cada actitud física o corporal corresponde automáticamente un pensamiento o un sentimiento; todo está ligado en la conducta del hombre, es decir, todo puede ser reducido a términos racionales. En La verdad sobre el caso del señor Valdemar, inauguró un tema que fue repetido hasta la saciedad en la novela de ciencia ficción: las consecuencias de aplicar indebidamente un descubrimiento científico (en ese caso, la hipnosis a un moribundo para detener su muerte). También en Las aventuras de Arthur Gordon Pym hizo girar el relato fantástico hacia la ciencia ficción, aunque tanto a este relato como a El mundo perdido de Conan Doyle les faltan la técnica y la ciencia como asuntos prioritarios. En quien se dan todos los elementos juntos, ya sin discusión, es en Julio Verne, a quien solemos considerar padre del género junto a Wells.
Desde 1863, fecha de la primera edición de Cinco semanas en globo, Verne imaginó aventuras en escenarios insólitos, la Luna, el centro de la Tierra, el fondo del mar… y para ello inventó todo tipo de aparatos que no existían en su época. Su obra no muestra una actitud uniforme con respecto a la ciencia; si comparamos La isla misteriosa con Los quinientos millones de la Begún vemos que, en la primera, un grupo de hombres sin cultura científica logra, no solo colonizar la isla, sino apropiársela, conquistarla científicamente, mientras que en la segunda se emplea una herencia fabulosa en la industria bélica, en la construcción de una bomba capaz de arrasar una ciudad. Es decir, el progreso científico era ya ambivalente y podía anticipar una catástrofe automática.
El mismo Verne publicó una novela al final de su vida, cuando casi se había retirado de la vida literaria (El eterno Adán), que cuenta como un sabio encuentra un manuscrito que con gran esfuerzo logra traducir. Es la historia de un grupo de americanos que descubre un nuevo continente desierto después de que el mar haya invadido la tierra. En el barco nada falta, sirve como compendio de la humanidad, pero pese a todo caen en la barbarie y la humanidad ha de comenzar de cero. El sabio es uno más, pero vive en un futuro imposible de calcular y además concluye que, antes de su civilización, hubo otra que no puede sobrevivir. Es decir, Verne es ya pesimista, cuestiona la fe en la ciencia y en el hombre; no es ya el Verne de La isla misteriosa.
El otro padre del género, Herbert George Wells, que acuñó el término scientific roman, dio un gran paso adelante y desarrolló todos los temas propios del género: viajes por el tiempo, visión de la sociedad futura, autopías y antiutopías, extraterrestres agresivos… Por eso solemos considerar que Verne abrió camino y el autor de La guerra de los mundos exploró sus posibilidades.
Además, muchas de sus novelas son sencillas, fáciles de leer; son populares, una condición importante del género. Llegó más tarde que el francés a la scientific roman, pero lo superó en el manejo de los temas. Llegó al final del siglo científico, mientras Verne lo había vivido.
Verne asistió a la eclosión de las ciencias naturales, Wells llegó cuando el positivismo ya se encontraba en decadencia. El primero fue un escritor lineal y toda su obra viene a ser una explicación o demostración del tema; Wells hace lo mismo, pero a la hora de la demostración le interesan más los efectos imaginativos que el valor de la premisa. Los dos, sin embargo, se amoldaron a los límites de la novela científica y, salvo alguna excepción como la de esa novela última de Verne, ninguno puso en entredicho el optimismo científico. Para los dos, nuestro mundo continuaba siendo el mejor de los mundos posibles.
Ambos fundaron escuelas y sus temas fueron profusamente tratados, pero puede decirse que, desde 1912, la novela científica comenzó su decadencia y comenzó lo que ya podríamos llamar sin trabas la ciencia ficción. Al género, sin dudas, pertenecen La mort de la terre de Rosny l´Aine; El mundo perdido de Conan Doyle y el primer volumen de Bajo las lunas de Marte, del norteamericano Edward Rice Burroughs, padre de Tarzán. Las tres contienen contradicciones científicas y ninguna se inspira en descubrimientos reales o proféticos.
Es más, en las novelas de Burroughs los indios son marcianos verdes; los caballos, dragones domesticados y los vaqueros, exploradores espaciales. Es lo que sucede en las novelas del space-opera, subgénero muy popular creado por él, que ya empezó a publicarse en revistas de divulgación científica y en la famosa Weird Tales. Un poco más tarde, ya en 1926, fue cuando el citado Gernsback inventó el término de science-fiction y creó la primera revista especializada en ese género: Amazing Stories.