Este viernes llega a cines Los exámenes, la última película de Cristian Mungiu, que le valió el Premio al Mejor Director en el último Festival de Cannes. Comienza con una pedrada en un cristal, a la que siguen algunas más, y hay algo de metafórico en ellas: la historia que nos cuenta este director rumano es en sí misma una piedra tirada al cristal de nuestro salón. Cuando estamos tirados en el sofá, comiendo chocolate, acariciando al gato y pensando que llega el fin de semana.
Los exámenes que dan título al filme son lo de menos, el mcguffin de una historia en la que parece que quien se examina es Eliza, jugándose una beca para estudiar psicología en Inglaterra, pero en realidad quienes son examinados son sus padres, sobre todo él, el exigente Romeo; también el tribunal que la calificará y las amistades de unos y otros que la conducirán, según lo previsto, al sobresaliente, cuando ella tenga dificultades para hacer los controles días después de ser agredida de camino al instituto.
Eliza y Romeo simbolizan la relación de identificación insana entre esos padres que quieren convertir a sus hijos en lo que ellos no pudieron convertirse y los niños que no pueden tomar, así, decisiones propias; la preocupación desmedida por las notas, carreras y futuro laboral de retoños que no acaban de hacerse dueños de su futuro. El resto de los personajes del filme, aunque sean, hasta cierto punto, satélites en ese eje paterno-filial que vertebra la película, están trabajados con un peso y una gravedad propias encomiables.
Los nexos entre unos y otros, y con Romeo, nacen de la corrupción y sus formas múltiples, una corrupción cotidiana de la que casi nadie escapa a la hora de la verdad, cuando se apela a favores antiguos. Aunque todos parezcan honrados y puede que hasta lo sean.
Por eso en Los exámenes no sale el sol: la película fluye entre nubes, en una atmósfera que no llega a resultar opresiva pero que sí inquieta, porque los hechos graves que ocurren no transcurren entre ruidos ni gritos (la agresión a Eliza ni siquiera se nos muestra, y la identidad del culpable es lo que menos llega a importarnos), sino que se cuelan entre nubes, entre conversaciones fluidas. De esas que se mantienen todos los días, o mantenemos, levantando ladrillo a ladrillo una putrefacción de la que no somos conscientes a menos que alguno de esos ladrillos falle y deshaga la obra.
Para cerrar el círculo, en la película de Mungiu esa cadena de deshonestidades, rota por Eliza, se va tejiendo precisamente para que ella pueda escapar del sistema corrupto rumano del que Romeo se queja.
La filigrana del director es tal que consigue que, siendo tan evidentes las grietas, no podamos juzgar a los personajes: son como nosotros, ni tan malos ni tan buenos ante dilemas morales cotidianos. Una historia de desasosiego seria, verosímil y muy de agradecer.