Fue un verano, el de 1876: el 12 de agosto, el emperador alemán Guillermo I y varios príncipes viajaron a Bayreuth, entonces un pueblo, para asistir al estreno de El anillo del nibelungo, un drama musical de Wagner en cuatro partes para el que el compositor había elaborado la melodía, escrito el texto y formado la orquesta, el elenco de cantantes y técnicos; también reunió el dinero para construir el teatro de la localidad donde pudo escucharse por vez primera la pieza. Eran los inicios del hoy célebre Festival de Bayreuth.
Años después, recordaba el protagonista el estreno con orgullo: Parecía verdad que ningún artista había recibido semejantes honores, pues aunque no era la primera vez que uno era llamado por un emperador y unos príncipes, nadie recordaba que un emperador y unos príncipes hubieron acudido a él. Sabemos que también estuvo presente el emperador de Brasil, quien se registró en el hotel donde se alojó como Pedro, de profesión emperador, y que Luis II, monarca de Baviera, se marchó después de los ensayos generales con el fin de evitar las multitudes, a las que detestaba, y también para evitar a su tío prusiano, al que parece que aún odiaba más. Sin embargo, no se olvidó de elogiar mucho a Wagner antes de marcharse: Es usted un hombre-dios, el verdadero artista por la gracia de Dios que ha traído el fuego divino de los cielos a la tierra para limpiarla, santificarla y redimirla.
También asistieron, claro, compositores y la lista no fue breve ni menor (entre ellos figuraron Bruckner, Tchaikovsky, Saint-Saëns, Grieg o Vincent d´Indy); así como prensa: dieciocho periodistas de Francia, otros tantos de Inglaterra, catorce de Estados Unidos, veintiuno de Berlín y trece de Viena. El mismo emperador dijo a Wagner que se podía considerar el arranque del Festival como un asunto de interés nacional.
En el corto plazo, el viaje imperial hasta los que podemos considerar dominios del músico (que, además, vivió en Bayreuth algunos años) supusieron la consumación del triunfo de la música como arte influyente en la esfera política y social y de sus artífices como figuras de prestigio: ya apuntó sir George Henschel, cuando vio al autor alemán conduciendo en un landó descubierto hacia la estación de ferrocarril para recibir a su poderoso invitado, lo mucho que habían cambiado las cosas en las menos de cuatro décadas transcurridas desde 1840, cuando tuvo que exiliarse Wagner, perseguido por la policía sajona: Una ilustración verdaderamente maravillosa del poder irresistible del genio, dijo. Hacía menos de un siglo, además, que Mozart había sido expulsado, más o menos a patadas, de su puesto al servicio del arzobispo de Salzburgo.
La visita de Guillermo I fue celebrada por muchas vías: un tarjetón publicitario distribuido por una empresa alimentaria mostraba a Wagner recibiéndolo a las puertas del teatro. El compositor murió en 1883, y para entonces ya era todo un objeto de culto: los libros y artículos a él dedicados superaban los diez mil y de él se habían hecho dibujos, pinturas, grabados, aguafuertes, esculturas, siluetas, litografías… en cientos o miles de ocasiones.
Consciente de su importancia, el de Leipzig hizo afirmaciones más rotundas sobre su obra y sobre sí mismo que cualquier otro músico anterior a él, y puede que también posterior; se lo sigue venerando o denostando con llamativa fuerza y nadie duda de que logró situar su disciplina en el centro mismo de la vida pública, lugar del que podemos discutir si, desde entonces, ha sido desplazada. Otras fuerzas, evidentemente, actuaban en esa dirección, pero lo que dio fuerza escenográfica a la primacía de su música fue la confianza del alemán en el valor de su legado.
Su muy cercano Liszt (Cosima, segunda esposa del autor de Tannhäuser, era hija ilegítima de aquel) también gozó entre amplísimas capas sociales de una imagen sofisticada y culta: muy inteligente y lector, se consideraba músico-filósofo, se decía en el tránsito de la duda a la verdad y tuvo la certeza de ser el mejor pianista de la historia. También era encantador y accesible, lo que diluía su posible arrogancia, y logró la admiración de la burguesía europea por su indiferencia hacia los privilegios. Entre 1838 y 1846 dio más de un millar de recitales; se habló de lisztomania y también se le brindaron litografías y fotografías. Según Alan Walker, su biógrafo, impuso la idea de que un artista era un ser superior, depositario de un don divino, al que la humanidad debe respeto y homenaje. Sin embargo… pronto las cimas que él alcanzó sirvieron para otear otras superiores: causaba una impresión muy profunda en quienes lo escuchaban al piano, pero la vida pública se mantuvo, en su consideración hacia la música y los músicos, en buena medida como estaba. Con su yerno no.
Es posible que fuera Wagner, de hecho, el último de ese linaje de compositores con talento, personalidad, autoconfianza y respaldo. Consideramos a Arnold Schönberg fuente de la modernidad musical, pero su abandono de las tonalidades en 1908 y el desarrollo de la Segunda Escuela de Viena serían causa, y a la vez síntoma, de las distancias que se cernirían entre artistas experimentales y público. Conforme un número de creadores en aumento exploraban ámbitos cada vez más recónditos, empezó a parecer que escribían sobre todo los unos para los otros: entendidos comunicándose con entendidos.
A raíz del desarrollo de las vanguardias, complacer a oyentes interesados por la melodía, la armonía y el ritmo pasó a considerarse, entre las minorías más cultas, como el sacrificio de la integridad creativa en el altar del éxito comercial y popular. En 1997, Harrison Birtwistle se defendió de las acusaciones de inaccesibilidad en su obra con un comentario que daría que hablar por su supuesto elitismo: No me corresponde cuidar al público: no regento un restaurante.
En cualquier caso, los organizadores de conciertos y el público darían la espalda a estos autores que centraban su producción en la investigación y favorecieron a los clásicos. Podemos juzgar si continúa siendo así.
BIBLIOGRAFÍA
Tim Blanning. El triunfo de la música. Los compositores, los intérpretes y el público desde 1700 hasta la actualidad. Acantilado, 2011
Alex Ross. Wagnerismo: Arte y política a la sombra de la música. Planeta, 2021