Hace justo tres primaveras Roberto Andó, contando ya con Toni Servillo, apuntaba con tirachinas a los ídolos de barro y a los tejemanes políticos, sobre todo los ligados a la imagen, en Viva la libertá, que era también una película de más largo alcance sobre la posibilidad y la necesidad de vivir como uno quiere frente al encorsetamiento.
Si en aquella película convertía a Servillo en un político italiano y su filósofo gemelo, en Las confesiones también le ha colocado ante un reto a su expresividad: esta vez interpreta, con su rostro expresivo que sugiere resignación y ausencia de deseos, a Roberto Salus, un monje cartujo sorpresivamente invitado a la cumbre del G-8 junto a una escritora de cuentos infantiles de éxito y un cantante de corte activista.
Esta película tiene tanto de thriller, en el desarrollo, como de parábola en su lectura, y el guion es su mejor baza, junto a la interpretación de Servillo y una fotografía con instantes muy inspirados. Juega Andó con nuestra psicología, con la confianza o sospecha que Salus nos inspire después de tener noticia de que uno de los mandamases, que le pidió confesión, murió justo después de que el monje saliera por la puerta de su habitación.
El filme reconstruye, en flashback y con buen ritmo, cómo fue aquella confesión (confesión a medias) mientras nos avanza el desarrollo de las investigaciones en torno al muerto y el cartujo, investigaciones paralelas a la tercera rama de la trama, bien urdida y compleja: las negociaciones políticas para alcanzar un acuerdo del que el espectador no conoce más detalles que su gravedad para la sociedad y su carácter poco solidario.
La mirada crítica y muy dura hacia los participantes en la cumbre parte del propio Andó -que solo salva, hasta cierto punto, de la quema, a la primera ministra de Canadá- porque la mirada de Salus es más curiosa y comprensiva que juzgadora. De hecho, posiblemente si el director hubiese buscado transmitirnos credibilidad hubiera optado por hacer de los políticos reunidos personajes más redondos, con aristas positivas; el hecho de convertirlos en fariseos con escasa voluntad para resistirse a tentaciones y a la pereza nos sitúa ante una especie de parábola actual -de corte satírico, eso sí- en la que un Servillo, sospechoso, bondadoso y hacedor de milagros como Jesucristo coloca a los más poderosos pecadores en un bajo lugar sin más instrumento que su mirada y su propia inocencia.
La austeridad de la estética es solo aparente, porque espacios, paisajes y desapariciones sirven a un barroquismo que adorna el mensaje de Andó pero nunca lo oculta. Se nota el origen teatral del director.