Mohammad Rasoulof, el director iraní de La vida de los demás (ya en salas), vio su última película premiada en la Berlinale de 2020 mientras espera, en su país, su teóricamente probable entrada en prisión por realizar propaganda contra el régimen, acusación que comparte con otra figura fundamental del cine en Irán, bien conocida aquí, Jafar Panahi. Desde 2011 todos sus filmes han sido proyectados y premiados en la sección Una cierta mirada, en el Festival de Cannes; recibió en 2018 la Espiga de Honor de la Seminci y, pese a que tiene prohibido hacer cine, continúa trabajando.
La vida de los demás la rodó de incógnito, presentando ante las autoridades los cuatro episodios que la componen como cortos sin relación, firmados por otras personas, para sortear la censura. Se trata de relatos sobre víctimas de la pena de muerte, pero no víctimas directas, sino sobre verdugos y cercanos a los ajusticiados envueltos en un sistema que a ellos les permite claudicar en vida; a través de sus historias se refiere Rasoulof a lo que la resistencia moral ante el mal tiene de posibilidad o de necesidad; a las consecuencias de tomar postura o de acostumbrarse a la tragedia. En uno u otro caso, el futuro de quien mata por imposición o decide escapar nunca será el mismo.
El cineasta elige no involucrar, de forma directa, referencias al gobierno iraní en estas tramas, pero sí ahonda en el impacto de sus medidas en la gente común: en quien obedece, quien huye, quien lamenta. Nadie queda indemne a lo terrible, sea cual sea su posición al afrontar el asesinato de Estado, por eso Rasoulof esquiva la alegoría; las penas íntimas que retrata no necesitan de metáforas y recurre al lenguaje directo.
Las cuatro tramas capturan otras tantas y más caras de ese impacto; quizá la primera nos transmita, desde la contención expresiva propia del director, con mayor calado la amargura: es la historia de un hombre de vida rutinaria y familia unida; padre, hijo y marido especialmente paciente y dedicado, de mirada por momentos perdida. Solo en el desenlace conocemos la causa: su oficio, que convierte el asesinato en rutina. El resto de los episodios no resultan, quizá, tan sorprendentes como este, que nos sitúa sin aderezos ante la cercanía de una cotidianidad que intercala belleza y horror, pero sí ganan en suspense y no dejan de contener momentos memorables: la escapada nocturna del verdugo que no quiso serlo, al ritmo de Bella Ciao; el encuentro del joven que fue obligado a ejecutar con la imagen de su víctima en casa de su novia; la mirada entre la joven estudiante de medicina y el zorro cuya vida decide preservar.
El lazo que une estas vidas de los demás es esencialmente la pena de muerte (en el contexto iraní, pero trascendiendo localismos; estas historias presentan dimensión universal) y la reflexión sobre la insumisión; personajes y escenarios son independientes, aunque podremos encontrar ciertas conexiones entre planos, entre principios y finales. Destaca en los primeros el manejo más que acertado de las posiciones de la cámara, sin confusión, brusquedades ni saltos de eje; favorecen además la correcta relación entre actores y paisaje, urbano en los dos primeros relatos y natural en el resto.