Una tormenta de nieve mantiene atrapados hace días en una cabaña aislada al vagabundo Charlot (Charles Chaplin) y a un esforzado buscador de oro, Big Jim (Mack Swain). No tienen qué comer, así que al primero se le ocurre asar sus zapatos y los sirve en la mesa con el mismo cuidado que si fueran un gran asado; tan mal lo están pasando que su compañero, efectivamente, confunde no el calzado, sino a su amigo con un pollo, y se lanza a por él.
Veremos otra escena más en torno a la mesa: el primer antihéroe, que ya ha podido escapar del temporal y se encuentra en un asentamiento de buscadores de oro, invita a su amada Georgia (Georgia Hale) a cenar el día de final de año, junto a sus amigas. Esta vez alimentos de verdad, y preparados con cariño, son un éxito entre las invitadas. Para ofrecerles después algo de entretenimiento, Charlot toma con decisión un par de tenedores y pincha un panecillo en cada uno: se convierte entonces en un cómico hecho y derecho que, para el asombro de su público, realiza un talentoso baile. Evidentemente, hay truco: cuando despierta, está solo, las velas se han apagado, Georgia no ha acudido a la cita. La velada había sido un sueño.
Es posible que ésta sea una de las pocas ocasiones en las que el cine ha mostrado la pasión amorosa y el deseo de comer de una manera tan conmovedora y grotesca, cruda y a la vez tierna. Por secuencias así Chaplin reconocía que La quimera del oro, cuyo centenario se cumple este año, era una obra maestra.
Quizá en ninguna otra de las películas que dirigió lograra Chaplin acercarse tanto al que era su ideal de comedia dramática: una susceptible de ser universalmente comprendida. Se inspiró en esta obra en la fiebre del oro que sacudió Alaska en 1898, apenas tres décadas antes del rodaje, a medio camino entre la aventura y el hecho estremecedor.
Con el viaje de su vagabundo, cruzando con infantil inocencia las vacías y heladas regiones del norte de América, encadenando terribles situaciones, puso ante los ojos del espectador un elenco de debilidades, necesidades y deseos humanos y también el carácter imprescindible del amor y la ayuda mutua.
Si, en general, la filmografía de este cineasta se tiene por sentimental, en La quimera del oro el melodrama, la aventura y lo grotesco quedan proporcionados, de manera que a esta película no puede achacársele sentimentalismo. Sin embargo, la capacidad mímica de Charlot sí constituye su centro: además de suscitar las emociones del público, permitía conceder la mayor naturalidad a los instantes grotescos. El hecho de que, en la escena a la que nos referíamos al principio, Charlot sea confundido con un pollo por su compañero se debe a las alucinaciones derivadas del hambre y a la sutileza con la que aquel se había movido segundos antes como un ave de corral: agitando los brazos, escarbando la tierra, picoteando el grano. Ese lenguaje corporal provocaba asociaciones un tanto surrealistas.
Más allá del talento interpretativo de Chaplin, La quimera del oro continúa sorprendiendo por sus efectos especiales, convincentes incluso apreciándolos desde la actualidad. Vemos, por ejemplo, una escena asombrosa en la que una avalancha de nieve puede con la vida del asesino Black Larson (Tom Murray); en otra, una pequeña cabaña es sacudida por una tormenta nocturna y sus ocupantes (el mismo Charlot y su forzudo compañero) despiertan al día siguiente sin ser conscientes de que la mitad de la casa se eleva sobre un barranco, quedando ellos sobre un suelo inestable, que casi no es tal.
Chaplin parecía insistir en que la vida no deja de ser una danza grotesca y constante sobre terreno incierto y que sólo la unión de fuerzas permite alcanzar el equilibrio.
Hemos hablado antes de Georgia Hale, la amada de Charlot. Éste fue su rol cinematográfico más importante, pero llegó a él por los pelos: en un principio se había previsto que ocupara su papel Lita Grey, en ese momento una joven de dieciséis años. Durante el rodaje ésta última anunció al director que esperaba un hijo suyo (después se casarían), así que fue sustituida.
Hale había llamado la atención de Chaplin por su participación en The Salvation Hunters (1924-1925), el primer filme de Josef von Sternberg. La decisión fue acertada y, por este trabajo, la actriz, que había sido Miss Chicago, obtuvo un contrato con la Paramount. En la segunda mitad de los veinte sería una de las figuras más célebres de ese estudio, pero su buena estrella cayó con la aparición del sonoro: su voz se consideró poco apropiada. Chaplin quiso contratarla para Luces de ciudad, pero no salió bien, y su última aparición en el cine sería en The Lightning Warrior (1931), que también fue el epítome de la andadura de Rin Tin Tin.
Para celebrar el centenario de La quimera del oro, miles de cines de todo el mundo (un centenar en España) la proyectarán el próximo 26 de junio. Y en una treintena de ellos, la sesión se acompañará de un coloquio con Rodrigo Sorogoyen, Fernando Méndez-Leite, Fernando Lara y Almudena Amor.
Podéis consultar la sala que os resulta más cercana aquí: www.acontracorrientefilms.com