Y yo después me había dado el lujo de hacerme el descarriado, el artista sin empuje empresarial, el bohemio. Era un lujo más.
La uruguaya es una mujer de carne y hueso, con dudas sentimentales y quizá también, solo quizá, con malas intenciones, pero lo que es sobre todo es un espejismo, una vía de escape que significativamente se llama Guerra. Ella y Lucas Pereyra, el protagonista de esta novela del argentino Pedro Mairal, apenas se ven unos pocos días, pero Guerra es casi tan central como él en el desarrollo de la trama de La uruguaya, no como presencia cotidiana sino como pensamiento idealizado, como compañía futurible y escurridiza.
Por desconocida y por lejana (y por esas razones, sublimada) supone para Pereyra un refugio, siempre mental, frente a un mar de problemas cotidianos que no son graves si pensamos aisladamente en ellos pero que, unidos, dan forma a una losa insuperable: una economía frágil, un trabajo como docente poco motivante, un matrimonio en horas bajas y un bebé lleno de demandas. Ese es el contexto, que no la causa ni excusa, de la forja de una infidelidad que Mairal explica sin esquivar su lado vergonzante y, a la vez, sin considerarlo del todo como tal.
La uruguaya es una historia de desencantos encadenados: con las relaciones matrimoniales y la paternidad entendidas desde la convención, con el mundo laboral, con el amor extramatrimonial objeto de sus desvelos y consigo mismo, con nuestra personalidad y con ese paso indeleble del tiempo que trae la pérdida de la inocencia y que nos convierte, por dentro y por fuera, en personajes muy alejados de los que esperábamos ser.
Aunque quizá el desencanto mayor abordado por Mairal no es el que permite que surja el deseo “fuera de campo”, sino el que se deriva de esas andanzas extramatrimoniales, un deseo fruto de creencias inventadas, porque la distancia da alas a la imaginación. En el amor no oficial, como en la economía, en su oficio de escritor y en su familia, las expectativas acaban convirtiéndose en humo. Precisamente porque, como buenas expectativas, no se materializan.
Es fácil que el lector se ponga en el lugar de Pereyra (al margen de sus costumbres amorosas), por el esfuerzo de Mairal por describir sus sensaciones sensoriales, por hablarnos de las consecuencias físicas de sus emociones desde una escritura vital, y porque, quizá, la mediana edad sea época de balance, frustrado o no, para casi todos. Pereyra habla además en primera persona dirigiéndose a su esposa y haciéndolo con honestidad, confesando en todo momento su propia verdad y arriesgándose a sonar sincero o lamentable.
El tono coloquial que emplea en casi todo momento puede dar una sensación engañosa, y podemos entenderlo como un truco: narrando unos cuernos, con sus esperanzas y su cara vulgar, el autor propone reflexiones que trascienden lo individual y sabe encajar fragmentos de lirismo, siendo el del desenlace el más logrado.