Las enseñanzas de extrema dureza para crear músicos virtuosos, y las múltiples consecuencias de esos métodos educativos tan ajenos a la pedagogía moderna, se han consolidado en los últimos años como puntal temático de filmes valiosos: de Whiplash de Chazelle a La audición de Ina Weisse. Los frutos dudosos de esa severidad y las complejidades de las relaciones entre padres e hijos, sobre todo cuando los primeros tratan de solucionar conflictos propios determinando las vidas de su descendencia, son el eje de La profesora de piano, la segunda película dirigida por el alemán Jan Ole Gerster tras Oh Boy, estupendo retrato generacional en blanco y negro que cautivó dentro y fuera de su país, donde además cosechó los correspondientes premios nacionales a la mejor película, dirección y guion.
En este segundo largo, Gerster ha trabajado de nuevo con el que fue aquel veinteañero inconformista y también algo confundido, Tom Schilling, convirtiéndolo en el hijo pianista, talentoso e inseguro, de una funcionaria (Corinna Harfouch) que ejerció también como profesora de piano y que no llegó a triunfar en la música justamente porque la dureza de su formación, que incluía ciertas humillaciones, le llevó a pensar que no tendría opciones. Mujer solitaria que a menudo nos hace recordar aquí, en el fondo y en la forma, algunos papeles de Isabelle Huppert (la pianista de Haneke), carece de habilidades sociales y busca el afecto del joven sin lograr transmitirle el suyo: sus conversaciones con él llevan a Viktor (Schilling) a dudar de sus capacidades, a la parálisis y la indecisión, dentro y fuera de las salas de conciertos. Basta la mirada, nunca cálida, de ella para que él pierda pie.
A medida que avanza el metraje descubrimos las raíces de su frialdad: trata a los demás con la desconsideración y torpeza cruel con la que se dirige a ella su madre e, incapaz de digerir esa soledad, y también la frustración de no lograr una carrera en la música, busca redimir su propia vida insatisfecha a través de su hijo, a la vez que, egos y envidias mediante, no puede gestionar que él consiga lo que ella no pudo. Y nadie más allá de ella, y de su propio conflicto, parece interesarle; por eso rechaza a su pretendiente taxista una y otra vez (salvo cuando su exmarido está delante) y se aleja de toda posible compañía vulgar, menos cuando conviene que llene asientos en un concierto que presume vacío.
Si en Oh Boy Schilling llenaba la pantalla, y era el centro de la película, como hijo de una generación que aspiraba a convertir a sus jóvenes en materialistas adinerados, en La profesora de piano es el rostro, expresivo en su hieratismo, de Harfouch (como Lara, madre vacía que busca el vacío desde la primera secuencia) el que da ritmo al filme. Los retazos humorísticos de aquella primera película han quedado en el camino y el drama no deja ahora espacio a la distracción: Gerster apunta a las vidas estancadas por la incapacidad de reconocerse en el otro y de escapar de las propias obsesiones. No importa ya la edad del sujeto, retrata la soledad y la frustración, y acentúa el horror presente en la vida de la que fue pianista cuando la sitúa en grupo, incapaz de sonreír. Ni uno solo de sus encuentros resulta natural y no forzado; el director no transmite esperanza y ni siquiera comprender los orígenes de la tragedia de Lara lleva al espectador a empatizar con ella.
La de Gerster es una visión tibia del drama; estilizada y depurada en las formas y los escenarios (el diseño de producción se debe a Kade Gruber, habitual en los trabajos de Petzold, y la fotografía a Frank Griebe). Los males nunca dejan de ir por dentro.