La naranja mecánica: ultraviolencia y Beethoven

30/04/2021

La naranja mecánica cumple 50 años. Estuvo prohibida en Gran Bretaña hasta 1999, cuando murió Stanley Kubrick, que calló siempre las razones que le llevaron a autocensurar su obra en 1974; puede que no estuviera por la labor de enfrentarse de nuevo a las acusaciones de exaltar la violencia, también es posible que mediara alguna amenaza.

No sería extraño porque La naranja fue, durante años, el centro de vivas polémicas: por mucho que se mimara extremada e intencionadamente la estética, nadie había mostrado antes de este modo la violencia en la gran pantalla. Sus críticos le achacaban recrearse en lo brutal sin cuestionarlo y temían que las escenas más crudas pudieran provocar el siempre temido efecto contagio.

Pero Kubrick no era un moralista, tampoco un psicólogo deseoso de explicar lo que mostraba en sus filmes (en ninguno de ellos). En cierto modo, era el público quien había de decidir lo que quería ver en su película, incluso si eso suponía considerar al director un radical peligroso.

Gorras negras, botas de deporte, pantalones y camisa blancos y protector estomacal: ese era el uniforme de Alex (Malcolm McDowell) y de sus drugos, una banda de malvados juveniles constantemente a la búsqueda del espectáculo del horror. Para ellos, una noche perfecta implicaba tomar unas copas en la cafetería Korova, dar con un vagabundo, pegarse con una banda contraria, robar un coche con el que provocar algunos accidentes de tráfico, entrar en la segunda residencia de un escritor y forzar a su mujer con él como testigo. Regreso a la cafetería, y después a la cama.

Sin embargo, no es solo esa brutalidad lo que convierte a La naranja mecánica en un filme inquietante, sino sobre todo la coreografía con la que esa violencia se escenifica. Alex, admirador ferviente de Beethoven hasta la idolatría, disfruta con las escenas que perpetra y trata de estilizarlas hasta rozar lo artístico (sin entrar en detalles macabros, baste recordar cómo patea el vientre de ese escritor atado mientras parodia a Gene Kelly en el musical Singin´ in the rain). A diferencia de sus tres compañeros, que desean obtener algún rédito de sus temibles excursiones, él no tiene interés en el dinero.

Alex DeLarge (Malcolm McDowell) en La naranja mecánica. © Warner Bros. Entertainment Inc
Alex DeLarge (Malcolm McDowell) en La naranja mecánica. © Warner Bros. Entertainment Inc

Y entre los cuatro surgirá, por tanto, el enfrentamiento: sus amigos lo denuncian cuando, por error, asesina a una mujer a golpes con un objeto artístico en forma de enorme pene. Fue condenado a catorce años de cárcel, pero salió antes de tiempo gracias a un nuevo programa de inserción social y a una terapia que provocará que… en adelante experimente nauseas terribles ante la idea de rozar a cualquier persona.

Una vez liberado, Alex tendrá, sin embargo, que enfrentarse a su pasado: se reencuentra con las víctimas de sus anteriores y atroces excesos, deseosas de venganza y animadas por la indefensión de quien fue su verdugo.

Así, La naranja mecánica ofrece un discurso completo (por el camino más tortuoso y complejo) sobre las relaciones entre el poder, la estética y los medios; siempre con el sello de Kubrick, sin ofrecer respuestas, solo sugiriendo problemas en el fondo atemporales. Por ejemplo, la posibilidad de que la violencia en el cine se prolongue innecesariamente en la realidad.

La terapia a la que se somete Alex consiste en ver películas brutales y, cuanto más tiempo pasa atado a la pantalla sin que se le permita cerrar los ojos, peor se encuentra, dado el efecto de una droga que se le ha inyectado. Ese método convierte al Alex autor de crímenes en el Alex espectador (de crímenes de otros), pero lo que para él, antes cruel, es una tortura, para el espectador es el mayor placer: ser solo quien mira sin implicarse en la acción, ser observador sin moverse del sillón.

A su manera, Kubrick introduce formalmente al espectador en el filme: Alex mira a cámara en varias ocasiones y parece dirigirse directamente al público. Antes de propasarse con la esposa del escritor, se arrodilla en el suelo y dice a este y a los espectadores: Videa bien (Mira bien). El escándalo de La naranja mecánica tiene, en parte, que ver con que el espectador pueda sorprenderse de su propia expectación por saber lo que va a ocurrir: más que lo que la película muestra, podemos sentir rechazo ante la propia reacción a las imágenes, incluso al posible deleite en el esteticismo.

Tenemos que referirnos a Malcolm McDowell porque sin él, seguramente, no se hubiera rodado La naranja mecánica: Kubrick lo quería como Alex y era él o nadie. A sus 27 años, este actor no tenía una carrera extensa: acaba de rodar su primera película importante (Si…, de Lindsay Anderson, un drama de internado). Pero el cineasta apostó por él , casi un desconocido, porque veía en él al hombre en estado natural, sin aditivos.

Y La naranja le concedería el estrellato: desde entonces su rostro se convertiría en símbolo del mal, de lo inexplicable y peligroso. Tanto que interpretaría solamente, en adelante, papeles de canalla.

 

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