La muerte de Stalin y la vida del humor

12/04/2018

La muerte de Stalin. Armando IannucciHacer humor, más o menos blanco o más o menos negro, con dictadores y con su crueldad y lograr en el camino un cine solvente requiere un talento raro, porque no es frecuente y porque es verdaderamente extraña –aunque no sea ya inquietante– la sensación de disfrutar de las chanzas que parten de lo más siniestro. Y sin embargo es posible, aunque no lo hayan logrado demasiados desde Chaplin (El gran dictador) y Billy Wilder (Ser o no ser), e incluso tiene algo de justicia poética, y para algunos puede que de terapia, la carcajada frente al recuerdo de esos seres que jamás hubieran consentido ni media broma.

La muerte de Stalin, de Armando Iannucci, no se ríe tanto de la figura de Stalin en sí y de la hilarante, si no fuera trágica, vida cotidiana de sus súbditos (que también), sino de las redes de personajes que le rindieron vasallaje con el fin de obtener unas migajas de poder cuando el gran líder cayera, solo cuando cayera, y también, claro, tratando de esquivar su ira, que era tanto como decir la muerte o Siberia.  No lo hace por evitar la crítica abierta al dictador –que se hace obvia en cuatro trazos iniciales, sin hacer falta más– sino, quizá, desde un deseo de apuntar alguna consideración oportuna en cualquier época: que tan peligrosa es la tiranía como la sumisión y que los silencios y las complicidades producen monstruos.

Dicho eso, La muerte de Stalin es una película ante todo de humor, y además Iannucci ha tenido un cuidado exquisito en incorporar a los actores que representan el pueblo llano en secuencias escasas e inevitables, dejando a los pies de los caballos a quienes, de forma directa, ejecutaban órdenes, a quienes apuntaban los chistes que hacían gracia a Iosif y los que no funcionaban para no dar un paso en falso, es decir, a Beria y sus ejecuciones, Malenkov y su escasa personalidad, Molotov y su incoherencia (no es el peor parado) y Krushev y sus cambiantes intereses. No los observa el director como personajes redondos, ni profundiza en sus personalidades ni trata de comprenderlos, subraya su pleitesía al jefe, su ambición una vez muerto y las consecuencias de sus actitudes. Hasta cierto punto los deshumaniza, eligiendo regodearse en determinados caracteres de su personalidad: los que tuvieron repercusiones públicas. Y con ellos hace sano, irónico y corrosivo puré.

Decimos que los deshumaniza solo hasta cierto punto porque a esos cuatro hombres los convierte en dianas de males que no son infrecuentes ni antiguos: el miedo, el temor o la caída en la indignidad ante un poder que se cuela en las casas, en los teléfonos y en los sudores fríos por la espalda, y del que nadie está a salvo cuando todo depende del capricho de un individuo de psicología débil. Los guiones y el carisma de los actores son brillantes, la realización pudo serlo más. Estamos ante una caricatura que no pretende ser otra cosa, pero ante una buena caricatura que no conviene pasar por alto ni pensando en el pasado soviético ni mirando hacia el presente.

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