La cámara recorre Lumberton, un pueblo encantador con vallas blancas, gente amable y jardines de tulipanes.
Jeffrey Beaumont (Kyle McLachlan) acude al hospital para visitar a su padre, que ha padecido un ataque al corazón… mientras regaba el césped. Al atravesar un campo, de vuelta, se detiene para lanzar piedras a unas botellas, pero no tarda en detenerse en seco: a sus pies, parcialmente oculta por la hierba, encuentra una oreja humana, putrefacta y cubierta de hormigas. Es un objeto completamente ajeno a ese apacible pueblo americano, así que pasa a convertirse en elemento cautivador; lo que Jeffrey no imagina es que, para él, será la puerta de entrada en otro mundo. En un principio, simplemente lo lleva a la policía.
Sandy (Laura Dern), hija del agente que investiga el asunto, será compañera y cómplice de Jeffrey y en un principio vacila al investigar el asunto, pero le puede la curiosidad. Una de sus pistas lleva a Beaumont a la cantante de un club nocturno, Dorothy Vallens (Isabella Rossellini), y se cuela en su apartamento: la idea de entrar a la fuerza en la vida privada de la mujer lo excita más de lo que puede confesar, a sí mismo y a Sandy.
Seguro que entrando en el apartamento de esa mujer se aprende mucho. Me refiero a entrar a hurtadillas, esconderse y observar.
En el fondo Tercipelo azul, el misterio de David Lynch que cumple 35 años, es una película sobre la mirada en la que la cámara ejerce el papel de ojo. En el apartamento de Vallens, Jeffrey ve más de lo que hubiera querido y cuando la actriz regresa inesperadamente, abre la puerta del armario de golpe y le ordena que se vaya, el terror infinito de su mirada lo desenmascara. Es un mirón pillado in fraganti.
Cuando ella lo amenaza e incluso lo llama por su nombre, el objeto se transforma en sujeto y este en objeto. Todo voyeur, y Jeffrey como tal, siente excitación, placer y poder y Lynch juega con estos sentimientos y convierte al espectador en cómplice, aunque después diera la vuelta a la tortilla.
En este filme el voyeur es rebajado y finalmente se convierte en testigo impotente de un acto de violencia: la escena en la que Vallens es brutalmente violada por Frank Booth (Dennis Hopper) resulta tan espeluznante y perturbadora, al menos, como el asesinato en la ducha de Psicosis. Y Terciopelo azul resultó tan fundamental para el cine de los ochenta como lo fue el trabajo de Hitchcock para el de principios de los sesenta.
Al día siguiente, Jeffrey siente que lo vivido en el apartamento ha sido una pesadilla; igual que en un sueño, ha sido a la vez observador y participante y Frank no ha sido sino la reencarnación del lado oscuro de su alma.
Hacia el final de Terciopelo azul, cuando lo peor ya ha pasado, la cámara muestra un primer plano de una oreja, pero esta vez es una de las de Jeffrey. Las fisuras del mundo perfecto, que se abrían al inicio del filme, parecen haberse cerrado y el viaje del protagonista a las profundidades del alma llega a su fin. ¿Ha terminado para siempre o será un alivio temporal?
Pese a que, en su estreno, Terciopelo azul se recibió con honda controversia, indiscutiblemente se trata de una de las mejores obras estadounidenses de los ochenta. Consolidó a Lynch como visionario del cine moderno, supuso el retorno a la pantalla de Hopper (y acabó con la visión limitada de Isabella Rossellini como la hija intachable de Ingrid Bergman).