Solo faltaban dos años para el inicio de la Segunda Guerra Mundial cuando Jean Renoir, cineasta hijo del pintor, rodó La gran ilusión, con guion suyo y de Charles Spaak. Y su argumento nos traslada a la Primera: el avión en el que viajan el capitán De Boldieu (Pierre Fresnay), un oficial de alta cuna, y el alférez Maréchal (Jean Gabin), de origen proletario, es abatido. En el barracón del campo alemán en el que quedan recluidos, ambos franceses deben convivir con un grupo variopinto de compatriotas que, más allá de absurdas diferencias de clase, forman piña. Y esa unión les lleva a construir juntos un túnel para escapar.
Sin embargo, antes de que puedan utilizarlo, son trasladados a otro campo y, tras algunos fracasos más en otros intentos de huida, Maréchal y De Boldieu terminan en la prisión de una fortaleza. El comandante al cargo, Von Rauffenstein (Erich von Stroheim), trata con respeto al segundo debido a su condición aristocrática, pero este, en lugar de aprovechar los privilegios que se le ofrecen por su origen social durante el cautiverio, decida ayudar a escapar a su amigo y al judío Rosenthal (Marcel Dalio). Así, se las ingenia para provocar un tumulto que distraiga la atención de los guardias y obliga a Von Rauffenstein a dispararlo. De Boldieu muere, pero Maréchal y Rosenthal consiguen huir.
En 1937, el año en que, como decíamos, La gran ilusión se filmó, se intuía que una nueva guerra mundial era una posibilidad muy real, así que con esta obra Jean Renoir no solo tocó la fibra del público, sino que asimismo llamó la atención de la clase política, de hecho, su mensaje pacifista hizo que esta película fuese prohibida en los países donde se habían instaurado regímenes fascistas. El propio ministro alemán de propaganda, Goebbels, llegó a calificar al director como enemigo cinematográfico número 1; por el contrario, Roosevelt lo defendió con vehemencia y afirmó que todo demócrata debería ver esta obra.
Muchos creen que La gran ilusión es uno de los pocos filmes antibelicistas que realmente merecen ese calificativo. No tiene lugar en el frente propiamente dicho, así que puede tomar distancia respecto a los motivos visuales y los estereotipos dominantes que suelen darse en esos escenarios: Renoir se negó intencionadamente a atrapar al espectador mediante lluvias de acero y carne picada. Además de renunciar al espectáculo de la guerra, tampoco se interesó por el potencial de su trama para poner al público en tensión. Nos muestra, sobre todo, su propia visión del mundo, donde las barreras de clase se difuminan y las fronteras entre países y los conflictos derivados de ellas parecen arbitrarios.
Así, el francés prácticamente diseñó el microcosmos del barracón del campo de prisioneros para que estuvieran representados todos los estamentos sociales. Las circunstancias hacen que Maréchal, De Boldieu, un ingeniero, un maestro ingenuo, el hijo de un banquero judío y un actor tengan que unir intereses. Es llamativo que el esquema al que responde esa repartición de personajes pasa casi desapercibido; al contrario, el grupo resulta fresco, vital y por completo verosímil, incluso en los momentos en que se incide en las diferencias de clase. Los soldados nunca quedan reducidos a estereotipos, ni se hacen de ellos retratos psicológicos superficiales y la puesta en escena permite que los intérpretes tengan espacio y tiempo para actuar.
Aunque sus interpretaciones puedan resultar en algún momento forzadas, ello responde a un objetivo; la simpatía de Renoir por el oficio interpretativo (fue también actor) hace que esta película rebose vida.
Pese a que La gran ilusión es considerada un clásico del realismo cinematográfico, la película se permite algún momento exagerado que, sin embargo, no culmina de modo estereotipado. Renoir se vale de situaciones grotescas para poner de manifiesto lo absurdo de la guerra sin perturbar por ello el ritmo del filme. En una secuencia, un soldado se prueba un vestido de mujer para hacer un número teatral y sus camaradas reaccionan con un perplejo silencio.
Renoir se adentra sorprendentemente en el melodrama a través de la relación entre Von Rauffenstein y De Boldieu: la enfoca como una historia de amor con desenlace trágico y, cuando el francés muere tiroteado, el alemán coloca una flor (la única que hay en la fortaleza) sobre su cuerpo. Ese gesto cargado de patetismo no es solo un regalo del director a Von Stroheim, al frente de tantas valiosas películas mudas, sino que también simboliza ese cierto vínculo íntimo que une a los miembros de una misma condición social más allá de fronteras.
Como en la posterior La regla del juego (1939), retrata Renoir a la aristocracia como una especie en peligro de extinción, mientras el resto de clases sobreviven. No es casual que cuando Maréchal, trabajador de la siderurgia, y Rosenthal, burgués adinerado, cruzan juntos la frontera suiza cubierta de nieve, la escena recuerde al final de Tiempos modernos de Chaplin. El mensaje es claro: la pareja no tiene cabida en el mundo real despiadado y gélido; su amistad es una gran ilusión.
La gran obra de Renoir es una de las cintas esenciales de la cinematografía del país vecino que el Instituto Francés nos viene ofreciendo desde abril en su Cineclub Online, con presentaciones previas de Aline, responsable de su servicio cultural y audiovisual. El resto son también obras esenciales, incluso para los que no nos gusta esa palabra; por el momento las siguientes (todas de visionado gratuito):
Las diabólicas. Henri-Georges Clouzot.
Este clásico del thriller se inspira en una novela de Pierre Boileau y Thomas Narcejac y ha generado no pocas versiones y adaptaciones. El Instituto Delassalle parisino está dirigido por Cristina Delassalle, rica heredera sudamericana que en su momento fue vedette. Junto a su marido Michel (Paul Maurisse) y dos profesores más se reparten cuarenta alumnos, pero el centro pasa por malos momentos económicos y crece la tensión entre el matrimonio y la otra profesora, Nicole Horner (Simone Signoret), amante de él.
Dado que Michel Delassalle es cruel con ambas, las dos maestras se alían con la intención de eliminarlo.
El clan de los sicilianos. Henri Verneuil.
También es un thriller, y policiaco, filmado en 1969. El delincuente Roger Sarte escapa del coche que le conduce a prisión para refugiarse entre una familia de mafiosos sicilianos establecidos en París. Destacan el guion y las interpretaciones, y su trama se inspira en la novela Rififi de Auguste LeBreton, que también daría lugar a otro filme con ese mismo título años antes, a cargo de Jules Dassin.
Cero en conducta. Jean Vigo.
Regresamos a los años treinta. Cero en conducta es una de las cuatro únicas películas que le dio tiempo a dirigir a Jean Vigo en sus veintinueve años de vida. Está basada en su propia biografía y narra la historia de cuatro jóvenes estudiantes, sometidos a una estricta disciplina escolar, que deciden rebelarse. Filme breve (menos de tres cuartos de hora), se prohibió en Francia por su supuesto antipatriotismo, pero clama sobre todo contra un sistema educativo basado en el castigo. Aúna drama y comedia.
Disparen al pianista. François Truffaut.
Más thriller y más mafia. En 1960, uno de los cineastas clave de la Nouvelle Vague filmó Disparen al pianista, protagonizada nada menos que por Charles Aznavour. Charlie Kohler fue un gran concertista de piano, pero ahora trabaja en un popular cabaret. Ha mantenido su pasado a salvo de preguntas, pero dicen que siempre vuelve. Uno de sus hermanos le pide ayuda.