Los conocedores de la obra de Chejov, ese mago que parecía conocernos mejor que nosotros mismos antes de que hubiéramos nacido, sabréis que es complicado llegar a mal puerto partiendo de esa materia prima. Sus piezas teatrales han dado lugar a varias versiones fílmicas, con mayor o menor fortuna pero nunca mala. Tampoco permite un resultado desafortunado contar con las interpretaciones de Annette Bening, Saoirse Ronan o Elisabeth Moss mano a mano.
Y, sin embargo… Hay muchas maneras de llevar teatro al cine y sigue habiendo clases: la versión que Marco Bellochio ofreció en 1977, haciendo suyo el texto del dramaturgo entendiendo que la atemporalidad de sus temas debe permitir traerlos al presente sin miedo, incluso personalizándolos, ofrecía una riqueza, por su creatividad, mayor a la que presenta la visión de Michael Mayer que ahora vemos en cines. Se explica porque él es hombre de teatro (cuenta solo con dos largos en su haber) y porque sí ha abordado al maestro en el teatro, con su Tío Vania: se ha mantenido bastante fiel al texto original, a las esencias del mensaje de Chejov sobre nuestra naturaleza voluble y frágil, y a sus modos de expresarlo. Pero en su acercamiento a los usos del cine en lo técnico (los cortes, los giros de cámara marcados) es donde más incómodo puede encontrarse el espectador, sacado de forma un tanto brusca del ambiente escénico pero sin quedar tampoco sumergido en la dinámica fílmica.
En cualquier caso, se trata de una versión más que correcta en lo fundamental, pulcra, y al espectador no lector de Chejov (o lector de infancia) lo sumergirá en una atmósfera deliciosa a ratos, desasosegante otros: la de una casa a orillas de un idílico lago ruso en la que vivimos todos, perdidos y errantes, tan hartos de nuestra familia como necesitados de ella, enamorándonos de las personas equivocadas y faltando en lo más hondo a quienes sí nos aman. También corriendo, en el largo plazo, con las consecuencias de tanto error encadenado.
El único fleco (anecdótico) que podría no hacer universal la trama de Chejov es la clase social elevada de los protagonistas, su actividad intelectual elevada y su también elevada libertad de costumbres (solo superficialmente asumida), pero no se convierte ese en un matiz relevante que invalide esa poesía poderosa y triste de estos artistas y amantes frustrados que parecen enviar a la quema lo que tocan y, tras mucho aspirar, terminan convirtiendo la supervivencia en éxito.