Tras una carrera extensa en la que lo ha ganado casi todo (Óscar, César al Mejor Director o Palma de Oro al Mejor Guion), Denys Arcand ha regresado con La caída del imperio americano, el filme que cierra la trilogía iniciada con El declive del imperio americano (más nos vale no confundir sus títulos) y Las invasiones bárbaras. Puede perfectamente disfrutarse sin conocer aquellas, porque su trama es independiente y sus personajes no se repiten (solo el actor Rémy Girard se mantiene): lo que conecta las tres obras es su temática (el rumbo de nuestras sociedades, la relevancia que damos al dinero y al consumo, cómo abordamos las relaciones y la muerte o dónde ha quedado la filosofía).
Licenciado en esa disciplina es precisamente el protagonista de esta criatura, un cuento moral con tintes tan cómicos como serios, y en su inicio mantiene con su infeliz novia una conversación deliciosa sobre lo que es y no es ser inteligente hoy, sobre por qué se llama listos a los que ganan dinero y fama cuando los que lo son de verdad… muy probablemente sean, no solo anónimos, sino también humildes.
Sus ideas quedan pronto puestas a prueba cuando, mientras trabaja como repartidor, asiste a un violento atraco que pone a su alcance dos bolsas de deporte cargadas de billetes. Está en su mano esconderlas en su furgoneta o dejar que la policía las descubra y elige lo primero; lo que ocurrirá desde entonces te sorprenderá.
Las extraordinarias aventuras de este muchacho algo gris, ciudadano ejemplar, tan culto como ingenuo y colaborador con organizaciones caritativas y con cualquier sintecho con el que se cruce le llevan a entablar relaciones con un exconvicto que le ayuda a encontrar el mejor uso a su nuevo capital y con una prostituta de lujo cuyo pseudónimo es el de Aspasia, maestra de retórica en la Grecia clásica, (responsable de un burdel) y pareja de Pericles. El primero es experto en gestión de fondos y maneja una ética particular y coherente; la segunda, inteligente y bondadosa, termina prefiriendo el altruismo (y la filosofía) a su vida anterior. Los dos son conscientes de que rompen tópicos y, además, en la línea de los guiones lúcidos del cine de Arcand, nos lo hacen saber.
En esta ocasión, a diferencia de en Las invasiones bárbaras, sus diálogos son más sencillos en las formas, algo menos impostados y elocuentes (no escucharemos aquello de Compréndalo, hermana, mi hijo es un capitalista, ambicioso y puritano. Y yo siempre he sido un socialista… voluptuoso), pero continúan transmitiendo ironía inteligente y también disparando múltiples flechas contra las hipocresías de todos, el imperio del dinero (la indiferencia ante el que no lo tiene) y el materialismo.
Es preferible no buscar verosimilitud en el relato y sí encontrar las razones para sentirse apelado en esta historia, a la vez luminosa y ácida, que apunta a que nuestra relación con los billetes también nos define (aunque caiga en ciertos estereotipos cuando bucea en las economías sumergidas y tenga, quizá, un menor calado intelectual que las anteriores).