Una de las virtudes del cine francés reciente es su interés por abordar la educación, sobre todo en los casos en los que llevarla a cabo con cierto éxito implica un desafío: podemos recordar La clase de Laurent Cantet, Hoy empieza todo de Tavernier, el documental Ser y tener, sobre las clases en el ámbito rural, o la reciente La profesora de historia, en torno a las dificultades, no ya solo para educar en tolerancia, sino para hacerse escuchar entre grupos de alumnos conflictivos.
Obviamente no todas ofrecen la misma calidad, pero sí son, todos estos ejemplos, reseñables, y el hecho de que el cine se adentre en este asunto con cierta profundidad produce envidia sana desde aquí, para qué engañarnos. Antes de aquellas películas, e inspirándose en su propia vida, Truffaut ya dedicó Los 400 golpes y El pequeño salvaje a reflejar esos golpes que da la vida a quienes no han tenido la suerte de criarse en un entorno protector.
Precisamente a ese pequeño salvaje encontrado en los bosques nos recuerda a menudo Malony, el personaje muy bien interpretado por Rod Paradot en La cabeza alta de Emanuelle Bercot. El comienzo de la película nos retrotrae a su infancia de niño tranquilo insultado y mal criado por su madre, inmadura, desbordada y nada centrada.
Un fundido en negro nos traslada a sus dieciséis años: una década después aquella inocente cara de ángel se ha convertido en un rostro de frustración e ira, y Malony en un delincuente violento que rechaza la ayuda de sus educadores de la peor forma posible.
La juez interpretada por una (no tan gélida esta vez) Catherine Deneuve decide enviarlo a un centro donde convivirá con chicos de infancias y personalidades complicadas como la suya, un lugar –en el campo, esto es importante- donde él no es diferente y donde se potencia la autoestima y la asunción de responsabilidades. Como es de esperar, el chico inicia aquí su cambio, pero lo más interesante de La cabeza alta es el modo en que esa transformación se nos muestra, porque no solo desvela las miserias y puntos fuertes de Malony, un chico que podríamos ser cualquiera, y no conviene olvidarlo, sino también las flaquezas de un sistema que, demasiado a menudo, no contribuye a aplacar su odio sino a incentivarlo: se desconfía de él a la hora de integrarlo en una clase donde desea estudiar, de que pueda ser capaz de cumplir con obligaciones laborales y de iniciar relaciones personales sanas.
Una y otra vez esa falta de confianza lo empuja a perder el control de sus instintos, y, como pescadilla que se muerde la cola, a ser peor tratado por los demás, pero la película consigue que el espectador empatice tanto con la profunda desesperación del chico como con quienes recelan de él, haciéndonos conscientes de que las soluciones fáciles y los caminos cortos en estos temas no existen. Se produce una reiteración del esquema recelo de terceros-ira, que alarga la película pero tiene un objetivo claro.
El final, que es positivo hasta donde puede serlo y que implica una toma de partido frente a la neutralidad general de esta cinta, no nos habla solo de la redención de Malony, sino también de la de una sociedad al completo que debe ser capaz de dar respuesta a sus miembros menos afortunados: no se trata solo de encauzar al joven para que no delinca, también de encauzar a quien no tiene sus problemas para que pueda aceptarlo. Y la aparición en el último plano de la bandera francesa junto a los juzgados de los que sale el chico, ya sin los puños cerrados sino con un bebé en brazos, habla del orgullo por lo conseguido, por no haber dado la espalda.
Filmada en tono documental y sin emitir más juicios que los inevitables al final, contiene momentos de intensidad emotiva difíciles de olvidar, entre ellos ese revelador “Es inocente” que Malony exclama mirando a su hijo, prueba de hasta qué punto valora el no llevar excesivo peso a las espaldas.
La cabeza alta tiene mucho de homenaje a los profesionales de la educación realmente implicados, pero por su voluntad de no señalar si la víctima es el protagonista o la sociedad, no deja de apuntar grietas, como la que señalan algunos menores del centro, dudando de que Malony hubiese recibido las mismas oportunidades de no haber sido blanco.