Lo último de Clint Eastwood -al que no está de más recordar que pueden adjudicársele muchos calificativos, pero no el de vieja gloria– pone en juego, en torno a un tribunal estadounidense, a un conjunto de individuos que tratan de dilucidar un posible crimen, de no poner patas arriba su propia vida, de escalar laboralmente si las circunstancias lo permiten o de llegar a casa cuanto antes. Todos y cada uno acabarán demostrando que merece la pena que dudemos de ellos: a unos, a quienes en principio nos suscitan menos simpatía, habrá que concederles ese beneficio; a otros, los que en un inicio parecen no tener tacha, habrá que aplicarles más bien la pena de la duda. El cineasta continúa derrochando como director la capacidad empática (por manoseada que esté la palabra) que como actor se guardaba de dejar ver y en Jurado nº2 ha desplegado un interesante argumentario narrativo sobre las razones de que nadie deba definirse por sus errores, pero tampoco pretender avanzar en la vida sin admitirlos, admitírselos.
Justin Kemp (Nicholas Hoult), un joven periodista felizmente casado, es llamado a formar parte de un jurado en un momento inoportuno: cuando su hija (sabremos que la primera tras otra pérdida) está a punto de nacer. Avanzando el metraje conoceremos que, además de compatibilizar su vida familiar con un empleo a jornada completa, ha superado recientemente problemas de adicción al alcohol, de modo que tiene suficientes frentes abiertos para sumar nuevas distracciones. Trata de ser amnistiado de esa labor, pero en lugar de eso, y este punto sí podría adivinarse, se ve envuelto en un juicio por asesinato que, además de ocuparle durante semanas, acabará desestabilizando seriamente un futuro que parecía encarrilado. Como dicen, nunca se sabe lo que el pasado puede deparar.
Más negro aún lo tiene James Sythe (Gabriel Basso), a quien casi todos pronostican prisión inevitable después de que su novia apareciera muerta junto a una carretera poco después de ser vistos ambos ebrios y discutiendo en un bar de esos a los que la gente respetable no suele pasar. Existen testigos de sus gritos y de botellas rotas, también de su separación en la calle; solo uno cree distinguirlo (veremos después que claramente sugestionado) en el lugar donde se encontró el cadáver. Para la mayoría de los miembros del jurado y de quienes participan en el juicio -solo su abogado confía en la inocencia de James con claridad-, son escasas las posibilidades de que se libre de las peores penas, de manera que alcanzar el veredicto cuanto antes beneficiará a todos; Justin parece de los pocos conscientes de que se halla prácticamente en sus manos la vida de un hombre de modo que, cuanto menos, es necesario meditar. Esa actitud, sin mácula, esconde sin embargo un interés personal por no acrecentar algunas culpas: el que fue alcohólico en recuperación había estado cerca de recaer en ese mismo bar y, esa misma noche, pidió una bebida y finalmente no la probó. Mientras conducía hacia su casa bajo una intensa lluvia, chocó contra algo que pensó que era un ciervo, pero al presentarse las pruebas de este caso en el tribunal, empieza a darse cuenta de que tiene bastantes papeletas para ser, él mismo, responsable de un asesinato. Y de que de él depende asumir ese peso, en esa etapa concreta de su vida en la que todo parecía tomar un mejor rumbo, o enfangar del todo la de un hombre, quizá no virtuoso (como él tampoco lo fue), pero con probabilidad inocente.
Ese gran dilema, puede que lo más parecido en el cine reciente a una tragedia griega, se adereza con las ambiciones de una fiscal agresiva y deseosa de ascender en el gremio -finalmente se suavizará, porque como avanzamos Eastwood ha acreditado ya que no cree en el prejuicio- y con los deseos y tendencias acomodaticias del resto de los miembros del jurado, pero en todo caso supone el eje de este filme, pues cualquier decisión que tome apareja víctimas colaterales, por más que la propia delación parezca el camino más moralmente recto: entregarse equivaldría a dejar sola a su (sufrida) esposa al borde del parto; posibilitar un juicio nulo sin confesar, a impedir a los padres de la mujer muerta cerrar un ciclo de duelo.
Eastwood, junto con el guionista Jonathan Abrams, tienen el acierto de tratar a cada uno de los personajes de esta trama, que inevitablemente remite por momentos a Doce hombres sin piedad, como si fuese un protagonista, con los matices que exigiría: todos parecen más o menos aplastados por sus circunstancias vitales; todos despliegan momentos de evidente lucidez en momentos inesperados. Nadie actúa, al menos no todo el tiempo, por mala fe. Logra el director que Jurado nº 2 no caiga en el sentimentalismo sin dejar de poner de relieve su propia visión de muchas esencias: todos somos complicados, pero en lo fundamental decentes si analizamos con detenimiento; cualquiera trata de sobrevivir sin incomodidad, pero lo correcto y lo incorrecto a veces no habitan en compartimentos estancos, marcados con líneas rojas.
Aquí no importan escenarios, ni veleidades estéticas, sino el peso de la culpa reflejado en el rostro de Hoult, que soporta largos primeros planos como figura que reverencia y cuestiona a la vez la ley, el orden, las reglas. Y que pone de relieve que el sistema (judicial) no ofrece respuestas perfectas a las malas acciones, pero al menos dispone los cauces para que alguna vez esa justicia sí ocurra.