El neozelandés Taika Waititi podría parecer, a priori, uno de los directores más improbables a la hora de conducir el último filme sobre un niño que crece y pierde la inocencia en el contexto bárbaro de la II Guerra Mundial, pero ha afrontado el reto con la libertad creativa con la que ya trabajó en el Thor más valiente (Ragnarok) o en el falso documental lleno de humor inteligente Lo que hacemos en las sombras (2014), que ha tenido continuidad en una serie.
Jojo Rabbit, nominada ya a los Óscar como Mejor Película, parte del libro Caging Skies de Christine Leunens y tiene como protagonista a un niño de diez años, Jojo (Roman Griffin Davis), cuyo gran sueño es entrar a forma parte de las Juventudes Hitlerianas y vivir aventuras: el dictador es su amigo imaginario y el nazismo, su puente hacia los demás, la vía para sentirse parte de un grupo. Sus padres, según sabremos conforme la trama avance, están muy lejos del fascismo pero no desalientan al niño a condición de que la hora de la cena sea neutral; el padre, al que no llegamos a conocer, se encuentra en la guerra, envuelto en la causa de los aliados, y su madre (Scarlett Johansson) cuida de él y de la muchacha judía a la que mantiene escondida en un hondo armario mientras se involucra en actividades para la liberación.
Jojo Rabbit (guardaremos la incógnita de la razón de su mote) es una comedia dramática que se mueve en los siempre resbaladizos terrenos del humor y la tragedia cuando se habla de la guerra, del bucle de la muerte y de un personaje tan espeluznante y patético como Hitler. Pero Waititi lo consigue sin perder pie: ensalza la inocencia infantil, contextualiza la fascinación que el nazismo causó en la sociedad alemana a la vez que se ríe abiertamente del tirano y es capaz de conjugar la presencia evidente de la muerte con la ternura y la ironía; maneja, por tanto, un equilibrio virtuosísimo, nacido del tacto, del humor y la inteligencia. Hay en este filme sentimiento y disparate, uno y otro contenidos; en Jojo Rabbit predomina el ingenio.
Se ha comparado esta película con otras que introdujeron el humor al abordar la figura de Hitler o la II Guerra Mundial (El gran dictador, La vida es bella), pero, por la estética original y cuidada y por la divertida relación que se establece entre el niño aspirante a nazi y la judía oculta, pensamos mucho antes en Wes Anderson y en la huida de dos jovencísimos amantes en Moonrise Kingdom.
Hay que subrayar el talento de Griffin Davis, un actor de doce años sobre el que descansa todo el peso de la película, por más que esté arropado por grandes como la propia Johansson o Sam Rockwell. Su compañía más frecuente, la de Hitler, la interpreta el mismo director y justamente la amistad, no tanto con el dictador sino entre diferentes, es uno de los grandes asuntos de la película (son memorables la evolución de la relación de Jojo con la joven escondida y con su amigo torpón); el otro es la importancia del disfrute de las pequeñas cosas y del detalle, del cantar, del bailar y de la libertad. En este sentido, la secuencia final, que se produce tras la liberación y el ocaso del nazismo, al ritmo de Bowie, se acerca a lo sublime. Insolencia y ternura.