Happy End: infelices, y qué

24/07/2018

Michael Haneke. Happy endSabe a despedida, o al menos a legado, lo último de Michael Haneke: Happy end. Y no por el título, ni por el anunciado adiós de Jean-Louis Trintignant debido a su enfermedad, sino porque la película compendia la visión de la vida y del cine del austriaco: lo incómodo y lo turbador son sus musas y se regodea en las zonas de sombra, en las penumbras familiares, sociales. Ni hay calidez en su cine ni nadie puede ya engañarse buscando nada parecido, así que todo el que se acerque a ver Happy End (o cualquiera de sus películas) tiene que saber que a las salas va como a un examen, al dentista o a jugar un partido del que te sabes perdedor.

No vas a disfrutar en un sentido clásico, salvo que te acompañe cierto masoquismo, pero vas a alegrarte de haber ido y de haberte sumergido un par de horas en el lado oscuro y pesimista de la vida. Si ya es el tuyo, te sentirás como en casa; si no, será una experiencia incluso refrescante en tiempos de felicidad postiza y verano en Instagram.

Hablando de Instagram: el inicio del filme y su desenlace nos los muestra Haneke en el formato de la pantalla de un móvil y buena parte de la (in)comunicación de los personajes tiene que ver con su uso de los mensajes privados en las redes sociales para contar lo que nunca diríamos de viva voz; Haneke apunta a las nuevas formas de hablarnos, o de distanciarnos, como elemento – uno más, pero uno- que refuerza el individualismo, la disgregación familiar, la desesperanza y la soledad. Y también, y esto es purísimo atrevimiento, trata esa soledad y esa desesperanza como circunstancias que favorecen la lucidez, la observación y la comprensión de los demás, el conocimiento de lo que podemos esperar de nuestro entorno y, por esas razones (y el atrevimiento acaba aquí) las ganas de escapar. Solo así podemos entender que los miembros más serenos y clarividentes de la familia protagonista de esta historia (abuelo y dos nietos) hayan intentado suicidarse; para colmo sin éxito, porque su desgracia es como la de Ganivet: ni para morirse lo tienen fácil.

En Happy End hay pocas conversaciones fructíferas (empáticas, quizá ninguna) pero sí hay dos estelares: aquella en la que el abuelo Trintignant cuenta a su muy joven nieta que facilitó la muerte de su esposa para evitar su prolongadísimo sufrimiento -enlazando con el argumento de Amor– y que él también desea morir, y la que esta nieta adolescente mantiene en un hospital con su desapegado padre (Mathieu Kassovitz), tras intentar suicidarse como su madre, dejándole claro que él era incapaz de querer a nadie y pidiéndole que, al menos, no la abandonara antes de los dieciocho para no acabar a merced de los servicios sociales.

No hay miembro de esta familia (muy burguesa y de Calais, con todos los posibles tics y vicios de comportamiento hacia los menos afortunados que tener la vida resuelta supone) que no se salve, bien del egoísmo, bien del deseo de desaparecer. La única en sentarse a su mesa que puede disfrutar con los gestos de un bebé y sabe abrazar es la nueva esposa de ese padre (Kassovitz) que no sabe quererla. El lado oscuro se lleva en la sangre, no distingue de edades y puede quedar a la vuelta de la esquina. O aún más cerca.

Por cierto: en el personaje de Isabelle Huppert no residen las claves del drama, pero en torno a ella, fría y equilibrada a fuerza de no caer, se tejen las tragedias. Ella las engarza desde una posición de poder que es también actoral.

 

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