No nos gustan las alabanzas sin peros, pero os recomendamos con mucho entusiasmo Fátima, la película de Philippe Faucon que este viernes llega a nuestros cines tras recibir en Francia tres Premios César, entre ellos el de Mejor Película.
El título de la película es el de la protagonista, una mujer musulmana de fuerte personalidad y valores sólidos, defensora de la educación, y no de los atajos, como vía para el progreso, y madre de dos hijas de caracteres opuestos. Como ellas, se debate entre su fidelidad a algunas tradiciones de su cultura musulmana y su inmersión en la sociedad francesa, y prácticamente podríamos decir que su forma de ser recoge lo mejor de estas influencias. Separada cordialmente del padre de las niñas, trabaja duro como limpiadora para sacarlas adelante y para pagar la carrera de medicina de la mayor, la que más se parece a ella en cuanto a forma de ser, capacidad de esfuerzo y deseo de mejorar sus condiciones de vida. Ambas hacen frente al cotilleo de sus vecinas correligionarias sobre su independencia y este es uno de los detalles, solo uno, en que queda patente la ausencia de tópicos y de maniqueísmos en Fátima: una mujer árabe, que cubre su cabello y no presta atención a su aspecto, es la heroína de una película que exalta, sobre todo, el espíritu de superación de quienes no tuvieron fácil acceso a la educación.
Fátima entiende el francés pero no lo habla, y se esfuerza en aprenderlo sin perder por ello sus raíces: son muy valiosos los momentos en que escribe un diario en árabe explicando sus experiencias de adaptación (La vida en la ciudad es frenética. Mucha gente trabajando sin pasión. Gente que no tiene nada que decir…). Su hija mayor, Nesrine, también pone todo su empeño en sacar adelante sus estudios y ahorrar cuanto puede, debatiéndose entre el estudio y la diversión de su primer año en la Universidad. La menor, una Souad adolescente, vive el conflicto propio de su edad entrelazado con la dicotomía entre la realidad, más o menos cómoda y hedonista, de sus compañeros de instituto, y la atmósfera de humildad y sacrificio que vive en su casa.
La situación a la que se enfrenta en Francia esta familia emigrada es dura, pero sin llegar a lo melodramático en el planteamiento: encuentran puntualmente racismo (a la hora de alquilar casa, de relacionarse Fátima con padres de compañeros de instituto de su hija, en sus empleos), pero también apoyos importantes (los de un médico que anima a Nesrine a estudiar, la compañera de piso de ella…). No se polemiza sobre contrastes culturales, se nos ayuda a conocerlos desde una posición humanista.
Directa y sin florituras ni tramas vacuas que desvíen nuestra atención, Fátima nos enseña a una mujer tan tradicional en muchos aspectos como fuerte, comprometida, justa con sus hijas (a las que trata, en los momentos adecuados, con rigor o con dulzura), sanamente ambiciosa, emocionalmente sabia y con una autoestima envidiable –en un momento dado, llega a afirmar que, si hubiera podido estudiar, habría llegado a ministra, y nos lo creemos-.
Su personaje nos recuerda, por persistente y fiel a sí misma pese a todas las dificultades, al de Sillman en Cuscús, aquel padre de familia divorciado, norteafricano en el sur de Francia, que, con mucho sacrificio y la ayuda de su ex mujer, lograba abrir un restaurante en un barco del muelle de la ciudad a la que emigró.
El desenlace de la película de Abdellatif Kechiche era desolador, y seguramente necesario; el de esta película, con Fátima fijándose en la nota de un examen de Nesrine en un tablón, es pura emoción.
Esta obra de Faucon es la prueba de que puede hacerse gran cine con historias cotidianas, auténticas, que sabemos que existen pero en las que no se suele profundizar sin caer en lugares comunes. Y de que no hacen falta tres horas para contar una historia en la que no se eche de menos ni sobre nada: dura 79 minutos muy bien aprovechados.