La historia de Entre dos aguas, el filme de Isaki Lacuesta que este viernes ha llegado a cines tras recibir la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián, comenzó hace doce años; puede que algunos recordéis a los adolescentes protagonistas de La leyenda del tiempo: dos hermanos de San Fernando, Isra y Cheíto, que crecen en un contexto complicado, entre el calor humano y la falta de oportunidades.
Lacuesta los rescata cuando están cerca de la treintena en esta nueva película para dejarnos ver qué fue de ellos, más bien qué pudo ser: nos encontramos ante un ejercicio muy virtuoso de realidad adaptada, ejecutado con tal naturalidad que tendremos la sensación casi continua -hay alguna secuencia en la que se aprecia cierta construcción narrativa- de estar viendo un documental. Los Isra y Cheíto reales tienen mucho que ver con sus personajes, no todo (Isra no ha pasado por la cárcel, ni ha menudeado con drogas ni ha bordeado el suicidio), pero estas solo son posibles derivas de una historia que es a medias suya y a medias del director, que es realidad e invención a la vez, hasta tal punto fundidas que no importa ya dónde empieza una y dónde termina la otra. Estos hermanos, sus amigos y familias, son tan actores como sujetos espontáneos: no podemos separar su doble condición, que es también la esencia de la naturaleza dual de esta película experimental entre el documento y la ficción.
Los dos han formado una familia, pero Cheíto, que en La leyenda del tiempo no se imaginaba fuera de su pueblo, acaba de regresar de una misión africana con La Marina y comienza a gozar de las bondades de una vida estable mientras Isra vuelve también, pero de la cárcel, donde cumplió una condena de tres años por narcotráfico. Su mujer no quiere verlo, al menos hasta que no encauce su vida lejos de los asuntos turbios, y busca trabajo sin éxito, en cualquier lugar donde le traten bien. Aunque no le gusta ser mandado.
Las dos aguas entre las que se mueven los hermanos -sobre todo Isra, porque Cheíto ha alcanzado prácticamente la buena orilla- son la de la “redención”, el camino del trabajo a casa y la paz de los hijos, y la de la delincuencia, la vía más fácil ante la lacerante falta de oportunidades (a veces, la aparente única opción). Su vida y su isla son una tierra de nadie, por momentos inhóspita -entre el descampado y las torres- y, a veces, cálida y conocida; su mala suerte es tan cotidiana que decide tatuársela. Desea encontrar el modo de cambiar él y de que todo cambie, y se acerca por eso a una religión que promete aliento y un adiós a los demonios del que Isra desconfía. Un Isra que, pese a no ser actor profesional (qué importa), se expresa por los ojos como muy pocos y sigue sin encontrar, más allá de esta valiosa película, trabajo en Cádiz.
Las dos aguas se comunican, están muy cerca, pero una nube negra, un agujero insalvable, hace imposible esquivar las turbias y favorece el estancamiento: en esta fabulación tan veraz (tan real) también es dificilísimo que encuentre su estrella el estrellado.
Lacuesta es y no es el autor de esta película; suya es la mirada, no la vida que pasa sin que nada suceda ante la cámara, ni cuando se va.