Para el ojo externo, solo son huellas. Mientras que nosotros vemos justamente lo que no está representado: lo que ha sucedido antes, durante y justo después.
Ella es una autora francesa que no necesita demasiadas presentaciones tras haber recibido el Premio Renaudot hace ya treinta y cinco años y haber convertido su vida en asunto propicio a novelarse mucho antes de que habláramos sin cesar de autoficción (El acontecimiento, La mujer helada, No he salido de mi noche). Él también es escritor y periodista, pero su trayectoria literaria es más breve y, al menos fuera de Francia, lo hemos conocido sobre todo a través de El uso de la foto.
Nada de eso, ni sus carreras ni sus vidas separadas, importa en este libro, que publicaron juntos tras unos años de relación, un volumen (editado inicialmente por Gallimard, en 2005; en español en 2018, en Cabaret Voltaire) en el que no es que lo personal y lo artístico se entrelacen hasta formar un todo, sino que se narran como esa unidad que pueden ser si no se establecen fronteras artificiales y se hace posible hablar con honestidad de lo personal, un equilibrismo a celebrar por milagroso y siempre inesperado.
Una cita de Georges Bataille (El erotismo es la aprobación de la vida hasta en la muerte) preludia los textos siguientes, en los que ese reto de hablar con verdad de lo propio, esquivando lo impúdico sin que aparentemente se intente, se hace natural. La estructura es sencilla: a partir de un determinado momento, decidieron fotografiar el estado de su ropa o de sus habitaciones tras mantener relaciones sexuales; ambos estuvieron de acuerdo en hacerlo, sin modificar nunca esas naturalezas muertas, tras fijarse en la fuerza de su magnetismo, en el poder visual de escenas insospechadas que reflejaban vida sin presencia humana explícita. Son imágenes dominadas por la sugerencia, a veces semejantes y otras muy distintas entre sí, susceptibles de ser interpretadas como mapas, vanitas, como recuerdos o mensajes del pasado, como metáforas de lo bueno o anticipo de la ruptura.
Y así las leen Ernaux y Marie, ambos ya por separado: vemos primero esas fotografías, fechadas y en blanco y negro por decisión propia (en la parte final se nos presentan en color) y a cada una de ellas le siguen los escritos de ella y de él, que son a la vez mirada y memoria: recuperación de lo vivido entonces, tiempo antes y tiempo después -Ernaux se trataba en esos años de un cáncer de mama, Marie acababa de abandonar otra relación- e interpretación de lo visual, incluso comentario de lo estético, con la luz que da la distancia, la conciencia de que son pasado, retratos de lo efímero relevante.
El uso de la foto, parafraseando el título, está bastante presente en la obra de Ernaux, aunque no siempre las incorpore junto a sus textos y se limite a describirlas. Ocurría, sobre todo, en el caso de la premiada Los años, donde compilaba seis décadas de historia francesa y ya fusionaba lo público y lo privado, aquella vez lo sociológico y la autobiografía. Su texto se vertebraba a partir de la descripción de instantáneas que debían ayudarla a salvar lo que sabía que nunca iba a “volver a ser”. No es que sea ese, exactamente, el propósito de sus escritos junto a Marie, pero algo hay en El uso de la foto de esa voluntad de dejar constancia de los instantes que no se repiten, de trabajar la memoria y concederle valor frente al imperio, que parece consolidado, de la inmediatez.
Adquiere importancia también, y es nota común igualmente con sus pasadas novelas, lo que implica el hecho mismo de contar, de escribir: es fácil pensar que intenta poner palabras a lo que parece imposible que las tenga, no siendo tan relevante el tema como el acto en sí de verbalizar lo privado inventando, sobre la marcha y sin premeditación, maneras desconocidas de hacerlo. Afirma: Este pensamiento: ‘Solo quiero hacer los textos que únicamente yo pueda hacer’, significa unos textos cuya forma misma está condicionada por la realidad de mi vida. Nunca habría podido prever el texto que estamos escribiendo. Ha venido de la vida.