El Trío en Mí Bemol fue la única incursión en el teatro de Éric Rohmer, escrita en 1987. Podemos acceder a su texto porque fue editado por PLOT, con traducción de Fernando Trueba, y quizá algunos recuerden que en 2010 pudo verse en el Teatro Lara, con Bárbara Lennie y Santi Marín en las tablas.
Si no es complicado pensar en el viaje posible al teatro de sus películas, cuyo peso se encuentra en los guiones (ligeros en apariencia y no tanto en el fondo, meticulosos, divagantes sobre los sentimientos de los protagonistas y la naturaleza de la amistad o del amor), muy natural parece haber sido también el tránsito, que no traslación fiel a la pantalla, de esa obra, El Trío en Mí Bemol, por la portuguesa Rita Azevedo, aunque no es el director de El rayo verde el único evocado aquí. Haciendo aportaciones muy personales, la cineasta ha convertido el relato inicial en una trama de cine dentro del cine en la que la expareja que vertebraba el filme de Rohmer, interpretada por Rita Durão y Pierre Léon, son actores dirigidos por un cineasta español más que especial, Adolfo Arrieta, verso libre, con la ayuda de una script que aporta pragmatismo al rodaje y que confía en el genio del director pese a sus rarezas (Olivia Cabez). Es en la relación entre los personajes del realizador y la continuista, y en los deseos particulares del primero en el rodaje, donde Azevedo ha reconocido rememorar sus vivencias cuando colaboró con Manoel de Oliveira en el filme Francisca (1981), ella también como su ayudante.
Muy intencionadamente o no tanto, el metacine suele suponer una carta de amor al medio, un homenaje más o menos nostálgico a sus profesionales, y aquí también lo es, pero no es esta la gran baza de El Trío, sino el modo en que la complicidad de los protagonistas -los de la película que se está filmando-, sus diálogos, enfados y reconciliaciones, nos ensimisman, una y otra vez, hasta que olvidamos que están trabajando, que no fueron amantes, que no existen los celos… porque solo ruedan. Este no deja de ser, claro, el ejercicio hechicero de suspensión de la incredulidad que el cine constantemente nos ofrece, pero en El trío en mí bemol el relato de la expareja vence, en mucho, en extensión temporal al de la aventura del rodaje en sí y somos varias veces introducidos y expulsados de esa ficción para ser conducidos a otra, de manera que es inevitable adquirir conciencia de cuánto tenemos de títeres, o de niños susceptibles de ser embelesados, en manos de Azevedo (en las de Arrieta también).
El centro absoluto de esta historia son, como dijimos, sus diálogos -los de esta pareja que por momentos tendremos la sensación de que no ha dejado de serlo del todo, siendo los novios venideros solo advenedizos-, pero también la cultura, y sobre todo la música: para uno de ellos es oficio, para otro afición, y la calidad de lo clásico frente al reconocimiento de lo que se hace hoy es uno de sus puntos de fricción, y no el menor (de ahí el título de la obra teatral y de la película, que no tiene que ver solo con lo sentimental). Si Godard decía no ver futuro en dos que no comparten gusto cinematográfico, Rohmer hizo afirmar lo mismo respecto a la música al hombre abandonado que ahora interpreta Léon; Mozart será, además, el gran lazo entre estos personajes, capaz de unirlos más que las palabras que desean oír.
Si os preguntáis cuál es la arquitectura de altura que cobija sus discusiones, y el seguimiento de un Arrieta que por momentos nos parece más un voyeur que un director, sabed que se trata de una vivienda que Álvaro Siza diseñó en Moledo do Minho hace justo medio siglo: la Casa Alves. Sus líneas sencillas, la claridad imponente que entra desde el exterior, son el marco de conversaciones algo más sinuosas: sobre si puede el amor convertirse en alguna otra cosa, la alta y la baja cultura, el derecho a esperar algo de otro y a enojarse si no se recibe; sobre las demandas que existen pero no se expresan o la posibilidad de que en una única persona se encuentre la ternura, la conversación y el deseo de permanecer.
Nunca tendremos la sensación, ante El Trío en Mí Bemol, de contemplar teatro filmado, sino la de formar parte de un ejercicio artístico que es a la vez un juego fuera del tiempo y una ensoñación, a varias bandas Una trama que nació, se representó hasta cerrarse el telón y ahora adquiere otras vidas, como el discurrir de la relación amorosa de Adélia y Paul.