Cuando, hace cerca de una década, Juan Cavestany presentó El traje, sus lecturas derivaron, desde su mismo título, hacia supuestos casos de corrupción política cercanos; su regreso a los escenarios, sin embargo, en una prueba de que cualquier obra literaria o artística está hecha también de la mirada del público, ha venido a señalar que, efectivamente, se dan las referencias a esa degeneración y sus mecanismos, no solo en la esfera pública, pero que, a medida que avanza su trama, son muchos los asuntos humanos a los que se apunta y no todos tienen que ver con males necesariamente colectivos.
En su producción, también fílmica, Cavestany mueve una y otra vez los hilos de lo cotidiano, los retuerce, para generar situaciones extrañas que, por esa conjunción de lo cercano y lo incomprensible, sitúan al espectador entre el asombro y la risa; esos mismos mimbres los maneja en esta obra teatral, repetidamente, si bien sobre las tablas, en mayor medida que en sus películas, se hace patente que tras las extrañas sensaciones y la habilidad en el tratamiento de lo absurdo afloran debilidades que son íntimas, pero también muy comunes.
El único escenario en el que se desarrolla El traje es un espacio lóbrego, de techos bajos e iluminación justa: la oficina, poco acogedora, de un empleado de seguridad de un gran centro comercial como ese en el que todos podemos pensar. Este empleado (Luis Bermejo) retiene allí, sin que en un principio lleguemos a entender muy bien por qué, a un cliente del establecimiento (Javier Gutiérrez), del que en inicio sabemos que se interesó por esa prenda, un traje masculino, en un día de rebajas y gresca en los pasillos en el que, al parecer, se peleó por él con una clienta. Ni uno ni otro, embarrados en diálogos que, en algún chispazo, aclaran y en su mayor parte confunden, parece tener del todo claro qué ha ocurrido y por qué están allí, pero sí sienten la necesidad, o el impulso, de defenderse, de marcar territorio, de acusar antes de ser acusados… incluso de sembrar más confusión de la ya reinante; ese procedimiento habitual de quien quiere obtener ganancia del caos, sea cual sea la circunstancia.
A medida que su conversación entra en calor, en lo verbal y lo físico, averiguamos que el vigilante trata de recabar datos insulsos de la vida del vigilado como solo hacen los profundamente hastiados, que siente una enorme necesidad de contar con alguna amistad y, además, de sentir que no es él quien la busca, sino él el requerido. De su vigilado sabremos que lleva una vida familiar, y probablemente laboral, algo accidentada y que tiene alguna dificultad para el control de impulsos: niega lo que luego duda y después quizá reconozca en relación con su trifulca con aquella mujer a cuenta de ese traje que, en el fondo, no le importa demasiado. Lo ocurrido, realmente, en la refriega podría ser el eje de la trama, porque la inicia, le da sentido y, desde una perspectiva objetiva, explicaría los requiebros de los personajes, pero se convierte en un MacGuffin: el estado de esta señora, de edad avanzada, no preocupa a dos individuos obcecados en quedar impunes de lo que no admiten haber cometido (una agresión, una dejación de funciones); en taparse mutuamente las vergüenzas para no ser, por el otro, señalados.
Cavestany baña de humor negro un relato que no aceptaría, seguramente, otro tipo de ironía: uno que alude a nuestra cara más débil aunque se revista de otra cosa, porque aquí también la palabrería sirve como máscara y disfraz. Ni siquiera el desenlace aclarará los hechos (imposibles, por otra parte, de conocer por falta de pruebas); sí pondrá luz a bastantes miserias.
La labor interpretativa de Gutiérrez y Bermejo es la esperada y virtuosa: no demasiados actores como ellos podrían llevar a término feliz una historia tan demente, significativa y llena de desasosiego. Se encuentra en gira y en el mes de junio podrá verse en el Teatro de la Abadía de Madrid.